Una vez en nuestro mundo, hubo un establo, y lo que estaba en ese establo era más grande que todo nuestro mundo (C.S. Lewis)
La sociedad de hoy sigue siendo, aun tras muchos desintentos de los modernistas, una sociedad cristiana: siguen existiendo los derechos humanos, las familias ―más o menos estructuradas―, las Bellas Artes y muchas de esas verdades positivas tan perseguidas que el cristianismo nos ha dejado en la cultura occidental. Verdades como que el mundo es bueno, que la naturaleza, a pesar de que no podamos controlarla, también lo es, o esa conciencia general de que todos los seres humanos poseemos una dignidad sagrada e inalienable por mucho que intenten denigrarnos, humillarnos o maltratarnos. En cada una de nuestras conversaciones y en cada una de nuestras relaciones seguimos siendo hijos y seguimos siendo amados. Aun existe algo de fe en esta sociedad, pues la fe existe en cada relación de con-fi-anza y en cada acto de amor que nos sigue uniendo al otro, al prójimo. No han acabado con nosotros.
Pero, a pesar de ello, cada vez la cultura de La Cristiandad, que España y Occidente atesoraba, se ve más tenue y apagada. Muchos desconocen, por ejemplo ―y como ejemplo principal en el día de hoy―, el misterio de la Noche Buena y de la Navidad: que un niño divino llamado Dios con nosotros se hizo hombre para que los hombres pudiéramos ser Dios; que Cristo ha nacido en Belén para que todos los días pueda nacer Dios en el establo, muchas veces pobre, de nuestro corazón. El Dios, Rey Creador del Universo, nació en un portal humilde y expuesto al frío de la noche en forma de bebé.
Decía Lewis que el cristianismo, si es falso, no tiene ninguna importancia, y si es cierto, tiene infinita importancia. La única cosa que no puede ser es moderadamente importante. Una vez más, en el amanecer de una nueva Navidad, cada ser humano puede de nuevo decantarse por elegir si darle o no importancia a esta celebración: la natividad o nacimiento de Dios. Una vez más podemos acercarnos a esta Noche Buena sintiéndonos indiferentes en fe, esperanza y caridad o sintiéndonos, por el contrario, Hijos con Dios que quiso también ser Hijo de una madre por amor.
Entendamos mejor o peor este misterio ―lo cual es difícil pero indiferente―, algo bien podremos presentir, captar y palpitar si hoy, en un pequeño silencio, nos paramos ante los adornos y frente al revuelo que todas estas fiestas causan. Algo tan sencillo como un milagro y tan grande como el universo podrá revelársenos si nos paramos un minuto en algún sagrario de vuelta a casa antes de la cena. Algo sencillo pero quizás certero podremos intuir o entrever si miramos en cualquier lugar de la inadvertida intimidad de nuestra alma donde habita la presencia callada de Dios: que este Jesús existe, que María es su santísima madre, que el misterio de su nacimiento es verdad y que una gracia distinta se derrama en cada Navidad; pues igual que ese día el Sol brillaba en un establo, hoy, ese mismo sol, se cobija en la morada más o menos desbaratada de nuestro corazón.