Dos puntos de vista

Y matarme contigo si te mueres, y morirme contigo si te matas.

J. Sabina, «Contigo»

Al discutir una propuesta como la de la coeducación es muy deseable en primer lugar darnos cuenta con claridad qué deseamos conseguir de ella. Podría ser defendida por razones muy opuestas. Se podría suponer que aumenta la delicadeza o que la disminuye. Podría ser estimada tanto por ser una esfera de influencia para el sentimiento o por ser algo que lo apaga. En una discusión, mis simpatías me moverían enteramente según la diferencia que sus defensores pensaban iba a establecer. Personalmente, dudo que conlleve gran diferencia. 

Todos estamos de acuerdo con la coeducación para niños muy pequeños; y no puedo creer que aún con niños mayores pueda causar mucho daño. Pero es porque me parece que el colegio no es tan importante como la gente hoy día piensa que es. Lo que es realmente importante es el hogar, y lo será siempre.

La gente habla de los pobres despreocupándose de sus hijos, pero un chicuelo de la calle tiene más vestigios de haber sido educado por su madre que de haber sido instruido en ética y geografía por un maestro escolar. Y si tomamos este auténtico paralelo del hogar me parece que podemos ver exactamente lo que la coeducación puede hacer y lo que no puede hacer. El colegio nunca hará simples camaradas de los niños y las niñas. El hogar no les convierte en camaradas. Los dos sexos pueden trabajar juntos en un aula de la misma manera que pueden desayunar juntos en un comedor; pero ninguna de las dos cosas cambiará el hecho de que los muchachos se hacen compañeros entre ellos de una manera que para las chicas resulta casi ofensiva, mientras que las muchachas se hacen compañeras entre ellas de una manera que los chicos piensan es literalmente una locura.

Coeducad lo que queráis, siempre habrá un muro entre los sexos hasta que el amor o la lujuria lo derriben. Vuestro patio de recreo coeducativo para estudiantes de los trece a los diez y nueve años no será un lugar de camaradería sin sexo. Será un lugar por donde los chicos van de cinco en cinco gruñendo medio enfadados a las chicas, y por donde las chicas van de dos en dos desdeñando a los chicos.

Pues bien, si acepta usted este estado de cosas y está contento con él como resultado de la coeducación, estoy con usted; yo mismo lo acepto como uno de los hechos primitivos y místicos de la naturaleza. Pero si usted piensa que la coeducación va a significar algo más que el desfile de los sexos uno enfrente de otro dos veces por jornada, si usted piensa que va a destruir la profunda ignorancia que tiene un sexo del otro o que les va a poner en camino de una mutua comprehensión racional, entonces tengo que decir: primero, que nunca ocurrirá así, y segundo, que a mí al menos me fastidiaría horriblemente si llegara a ocurrir.

Puedo llegar mejor a lo que quiero decir por otro camino. Muy pocas personas enuncian de forma adecuada el argumento sólido a favor de casarse por amor o en contra de casarse por dinero. El argumento no es que todos los amantes son héroes o heroínas, ni que todos los duques son unos disolutos o todos los millonarios unos maleducados. El argumento es éste: que las diferencias entre un hombre y una mujer son, en el mejor de los casos, tan obstinadas e irritantes que en la práctica no pueden ser superadas a no ser que haya un ambiente de ternura extrema y de interés mutuo. O poniendo el asunto con una metáfora: los sexos son dos pedazos inquebrantables de hierro; si van a ser fundidos juntos, hay que hacerlo mientras están al rojo vivo.

Toda mujer ha de descubrir que su marido es una bestia egoísta, porque según la pauta de la mujer todo hombre es una bestia egoísta. Pero ojalá lo descubra mientras ambos están viviendo todavía el cuento de “La Bella y la Bestia”. Todo hombre ha de descubrir que su mujer es caprichosa –es decir, sensible hasta la locura–: porque según la pauta del hombre toda mujer está loca. Pero ojalá descubra que está loca cuando esa locura suya sea más digna de consideración que la cordura de cualquier otra persona.

Esto no es una disgresión. Todo el valor de las relaciones normales de un hombre y una mujer yace en el hecho de que empiezan a criticarse de verdad el uno al otro cuando empiezan de verdad a admirarse el uno al otro. Y además, es una cosa muy buena. Con un completo conocimiento de la responsabilidad de esta afirmación digo que es mejor que los sexos no se entiendan mutuamente hasta que se den uno a otro en matrimonio. Es mejor que no adquieran ese conocimiento hasta que posea reverencia y caridad. No queremos esa prematura y fatua actitud de los que “lo saben todo sobre las chicas”. No queremos que los misterios más elevados de una distinción divina sean entendidos antes de haber sido deseados, y manoseados antes de haber sido entendidos. Lo que Dios ha separado, que nadie lo una.

Por consiguiente, es ésta una cuestión de qué objetivos tienen realmente los educadores. Si son pequeños –cierta conveniencia en la organización, alguna leve mejora en los modales– saben mucho más que yo sobre todas esas cosas. Pero si tienen objetivos más grandes, estoy en contra de ellos.

G.K. Chesterton

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