
Las diferencias entre hombres y mujeres son, en el mejor de los casos, tan obstinadas e irritantes que en la práctica no pueden ser superadas a no ser que haya un ambiente de ternura extrema y de interés mutuo.
Chesterton
Cuarentena del 2020, abril.
Estoy hasta el gorro de estar en casa con la familia. Estoy hasta las cejas. Lo único bello que encuentro es la ventana abierta por donde puedo salir corriendo. Nunca me gustó aquella manía sentimental de encontrar lo bello en lo agradable o lo blandito y tierno. Existe en la sociedad un sentimentalismo barato ligado a la imagen de la familia y a cómo debe ser esta: la familia perfectita vestida de domingo, risueña y fotogénica, donde todos piensan lo mismo y son inseparables unos de otros.
La belleza es algo más profundo que solo puede verse con los ojos del tiempo, de lo eterno. Desde mi perspectiva, la familia no es bella porque esté regada de cariños, de sonrisas y de besos (ya que poco lo está); la familia es bella porque, aunque queramos matarnos entre nosotros, no lo hacemos: nos aguantamos, nos comemos nuestro malhumor amargado y, así, nos hacemos menos imbéciles a cada paso. Esta es la belleza realista de la familia: la de egoístas que se aman a base de tortazos, de no quedar más remedio y que lo consiguen de rato en rato. Pero lo consiguen, dicho sea.
Dicen que los hijos se parecen a los padres. Y una leche… De hecho, existe un edad del ser humano, llamada adolescencia, destinada precisamente a diferenciarse en todo lo posible de los padres. Esto puede hacer difícil la convivencia, pero la enriquece enormemente si decidimos aprender del otro en lugar de tratar que todo sea a nuestra manera.
Decía el poeta Rilke que el amor consiste en que dos soledades se defiendan mutuamente, se delimiten y se rindan homenaje. El amor verdadero aparece cuando dos soledades se aman, cuando dos amigos luchan al lado, cuando dos esposos comparten la vida tras enriquecerla cultivándose a sí mismos, o cuando dos novios se descubren enamorados pero no entregan su vida hasta que el otro lo haga.
Por ello, creo firmemente en la necesidad de la soledad. Solo cuando hay espacio entre nosotros puede darse después el verdadero abrazo (no el abrazo baboso que da un poco de grima). Solo cuando respetamos la vida del otro podemos aceptarlo. Además, necesitamos amarnos empezando por nosotros mismos (cultivando nuestro ser y nuestro bienestar) para luego poder amar al prójimo sin cansarnos ni desgastarnos. Solo cuando somos ricos podemos dar y solo cuando nos diferenciamos del resto podemos amar y ser amados con genuinidad.
Para apreciar la belleza de la familia debemos antes descubrir y penetrar en la belleza de la soledad: el encuentro con nosotros mismos y el encuentro con otros prójimos uno a uno. Valorar la identidad y la intimidad personal, descubrir lo que significa la interpenetración que decía Julián Marías: una capacidad extraordinaria humana de compartir la soledad.
La familia está perdiendo su belleza porque se ha perdido la imagen grandiosa del ser humano y la capacidad para reconocernos en quienes están hechos a nuestra imagen y semejanza. Nos hemos vuelto egoístas, vacíos, ignorantes moralmente y por tanto mediocres. Lo maravilloso es que la familia sigue haciendo de muro de contención para ese egoísmo social y en ella se sigue dando el amor, aunque sea de manera torpe y a veces desorientada.
Como el hijo que se va de casa y aparece en él ese deseo de visitarla, así es el amor de la familia: brillante durante su ausencia. El amor de la familia es como los bajos de una orquesta: no se notan a simple vista —a simple oído, mejor dicho—, pero inundan y dan una profundidad inmensa a la sinfonía; solo se distinguen claramente cuando pruebas a interpretar la melodía musical sin su acompañamiento.
Tras este desarrollo personal, que en muchos momentos será individual, podremos comprender la belleza de la familia. Advertiremos que dos que se quieren (a sí mismos y entre ellos) tocan distintas melodías pero su armonía y su tonalidad se han hecho compatibles o similares, pues se han afinado en solitario y han aprendido a componer e improvisar con los acordes del otro. Suenan muy distinto, a veces de estilos casi contrarios, como esas fusiones musicales exóticas que de vez en cuando aparecen, pero cuando ambos deciden ponerse de acuerdo suceden esas versiones que mezclan estilos y suenan tan interesantes.