Me encanta la noche. Salir a pasear por la noche, cuando ha llegado la supuesta hora de dormir, es como robarle unos momentos al tiempo (y al sueño) para visitar la resguardada ciudad en la que vivimos y que envuelve nuestro hogar, sin que tantas veces nos percatemos,.

Inmerso en medio de la ajetreada vida de hogar, uno siente como si toda esta viva ciudad estuviera lejos, muy lejos de la intimidad de nuestra vivienda; pero en realidad está ahí al lado, rodeando nuestro portal, nuestro salón, nuestro balcón… Y qué poco nos paramos a pensarlo.

Sólo en los momentos de descansos, de ocio, de celebración y de fiesta, salimos de nuestro hogar —y por extensión, de nuestra rutina y de nuestro trabajo— y nos dedicamos a vivir por esas calles llenas de farolas, parquecitos, iglesias, paseos, jardines y bares. Es una lástima decir que son pocos los días de disfrute y de ocio que tenemos para perdernos por estos bonitos lugares que en todos los pueblos y barrios se encuentra, donde hemos crecido y acumulado los mayores recuerdos de nuestra juventud y de nuestra infancia.

Aunque es igualmente cierto que es gigante la ilusión que produce pararse en cualquiera de estos rincones para descubrir los alegres y vividos recuerdos que se ciernen sobre estas calladas calles que hablan a la luz del mirar atento y calmado.

Gracias de doy que, sólo cuando estoy tranquilo, hasta el punto de ¡conseguir aburrirme!, y con el más extenso tiempo para el ocio y la contemplación, es en esos momentos cuando más vivo, respiro y me empapo de estas calles. Gracias esta exclusividad, la vida logra que, sólo a momentos buenos y agradables relacione los detalles que dibujan estas calles con tan bellos y felices recuerdos.

Me encanta caminar de noche y pasear por estas calles sin pasear demasiado: no camino, revoloteo; sin un ritmo ni un andar concreto: totalmente libre, a mi apetencia y antojo. Más que pasear, observo y me paro a cada glorieta, a cada pared, sea de pintura o de ladrillos, a cada fachada de mi barrio que tantas veces y a la vez casi nunca he mirado, a cada barandilla tan desapercibida como firme y fría, a cada baldosa agrietada o cada farola vieja y desolada, a observar las piedras del muro de la iglesia, a cada banco de madera húmedo, a cada mata de césped de los parques, a cada plaza donde en fiestas paseaba con Marta, y en cada fuente donde de pequeño llenábamos globos de agua…, me gusta pararme a cada rato y a cada recuerdo de cada calle vacía de gente, cuando siempre las encuentro frecuentadas por gente o incluso abarrotadas.

Creo que me las he encontrado con esa infrecuente soledad de la noche de domingo al lunes. La infrecuente soledad que prosigue a los días de fiesta, cuando tras un fin de semana de puente y celebraciones —como el de hoy, por las fiestas de la Virgen de Araceli—, el sueño se cierne sobre la ciudad, ya dentrometida, para encajar la vuelta a la normalidad rutinaria, hogareña y laboral.

Todos están resguardados, algunos incluso descansando. Me encanta que sea así, que las calles estén vacías para descubrirlas en su más normal nocturnidad, mientras nadie imagina que yo ronde por estas calles revoloteando, maravillado, curioseando. Para descubrirlas como nadie las mira ni las observa nunca. Ahora sé cómo es Lucena en silencio, cómo se ve en su aspecto más íntimo y eterno, cuando solo queda la ciudad callada y quieta y nada la altera.

Finalmente, gozoso e ilusionado, me retiro a mi hogar, del que nunca debí haberme escapado, tras haber recogido tantos tesoros de sus calles, para llevármelos a mi descanso y dormir dentro de ellos.

Ha sido un finde espectacular y está semana ojalá que sea igual. Lo será si no me olvido de quien soy ni de lo que tengo. Y, sobre todo, si con esa felicidad consigo ayudar a otros cuantos además, transmitiéndoles cariño, alegría y la misma atención con que la Belleza del mundo me enseñó a mirar. Gracias.

Juan Carlos Beato Díaz

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