
La angustia es el vértigo de la libertad (Søren Kierkegaard)
Hay un momento glorioso en el que uno se ve que ha perdido todo y no tiene ya nada que defender, en el que uno se ha rendido ante sus propios miedos y reconoce que no puede controlar nada de la situación, y en el que uno acepta sufrir todo, todo su dolor sin más preámbulos que una gran ausencia de amor.
Uno siente un vacío tan grande y tan amargo, un sin sentido lleno de horror, un grito y un vocerío desde una angustia que paraliza el cuerpo, desorienta la cabeza y raja el corazón. Y, pasada la muerte, llega la calma. Pasada la tempestad llega la vida en la serenidad de las olas. No de golpe, pero sí pero si poco a poco hasta estar del todo apaciguado.
Así se descubre uno solo. Así se superan el dolor, la insatisfacción y el miedo: mirando, conociéndonos y aceptándonos.
Ahí uno grita contra todos, incluso mira al cielo y grita contra Dios. Pero también uno ahí se hace libre y, por fin, ligero. Pues ha encontrado una vida cerca de su alma y ha pasado la muerte que le atenazaba.
Y entonces, todo empieza: uno toma posesión de sí mismo y descubre que es dueño de su actitud y responsable de gran parte de sus ilusiones y de sus sufrimientos. Empieza a tener ideas, esperanza, a entender lo que le pasa, a ver soluciones y a descubrir sus pasiones: aquellos deseos que le hacen bien a la vez que le permiten hacer del mundo un lugar mejor. Entonces, se recoge en lo más profundo de sus entrañas, enamorado de una nueva luz y un nuevo hogar para el alma, y plasma sobre cualquier forma de arte ―que mejor comprenda― las más profundas vivencias que siente y que abraza, para no olvidarlas nunca y para gustarlas en el recuerdo todas las veces que hiciera falta. Finalmente, se lanza al mundo enamorado y con la fuerza de un resucitado.