El Plantío

Mi abuelo Agustín tenía una huerta en Perales de Tajuña, cerca del río, y una casita enjalbegada –ya casi en la salida del pueblo por la carretera de Morata–, con un patinillo, en la parte de atrás, cubierto por dos parras, que, en verano, daban sombra y frescor; y buenas uvas en septiembre, tanto rojas como doradas.

A algún lector avispado, este comienzo del relato tal vez le recuerde el de Memorias de África, de Isak Dinesen: Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong… Sí, el comienzo de una narración es muy importante –Call me Ishmael, En un lugar de la Mancha…, Anoche soñé que había vuelto a Manderley…–, pero es verdad, mi abuelo Agustín tenía una huerta en Perales de Tajuña.

Mi madre decía que, en la posguerra, los frutos del plantío del abuelo les aliviaron el hambre que se pasaba en Madrid, pero mis recuerdos son un poco más cercanos, de cuando ya no existían las cartillas de racionamiento y había más prosperidad económica, y los asocio al verano, porque mis hermanos y yo solíamos pasar el mes de julio con los abuelos, mientras mis padres seguían en la capital trabajando. En agosto, volvíamos a nuestro piso, por Hortaleza, porque, en la casita de Perales, no habríamos cabido todos, si a nosotros tres se hubieran unido nuestros padres, durante la quincena de vacaciones de que disponían. Como no había dinero para largarse por ahí, nos quedábamos en el barrio, aunque algunos días nos acercábamos hasta Perales.

En julio, nos pasábamos el día en los alrededores de la huerta o por las calles del pueblo en una bici muy pesada –de la marca Gimson, si no recuerdo mal–, que el abuelo mantenía en buen estado, y que compartíamos mi hermano y yo; y con sucedáneos de balón de fútbol o con unas cañas de pescar fabricadas por el abuelo… Después de comer, cuando más nos abatía la canícula, nos refugiábamos en el patio protegido por la parra, donde también solíamos cenar y donde se prolongaba la sobremesa, porque corría cierta brisa por la noche, aunque el pueblo se asienta en una hoya agobiante en verano –excavada pacientemente por el Tajuña–, al pie de un terromontero pelado, por donde los llanos de Arganda sufren la fractura producida por la hoz del río, que alimenta las huertas de la ribera, en su peregrinación hasta el Jarama, porque, donde no llega el agua, aquellos parajes son alijares yesosos.

El abuelo Agustín era un hombre recio, fuerte, austero, trabajador y mañoso, que hablaba poco y hacía mucho, porque siempre estaba dispuesto a ayudar a cualquiera que lo necesitara. Con frecuencia, aparecía por la casita o por la huerta algún vecino que requería su auxilio, y él nunca se negaba. No era infrecuente que, al volver del trabajo en el campo, se aseara un poco y saliera de nuevo a la calle con las herramientas adecuadas, para hacer algún arreglo en el vecindario, chapucillas, decía. Por esto, cuando murió, con cien años recién cumplidos, no faltó ningún vecino al entierro.

La abuela Milagros era tan generosa como él, pero mucho más habladora y extrovertida, de Jarandilla de la Vera, y tenía fama por sus habilidades con la aguja y con la tijera. Sus dineritos se ganó bordando, remendando prendas e incluso diseñando algún vestido para bodas y primeras comuniones; y también con los encajes de bolillos.

En aquellos años de la infancia, la carretera Nacional III pasaba por el pueblo. Cuando, muchos años después, se construyó la Autovía del Este, que discurre por la parte alta de la hoya, se ganó en tranquilidad y disminuyó el peligro de ser atropellado, aunque recuerdo que, a Sebas –el hijo del panadero y mi mejor amigo de Perales– y a mí, nos encantaba ver pasar los coches y camiones y jugar a quién era el primero que acertaba con la marca y el modelo en cuanto un vehículo enfilaba la recta, bien procedente de Madrid o Arganda bien procedente de los dominios de Cuenca y de Valencia. Para las ventas de carretera de la zona, supuso la pérdida de clientes e incluso el cierre del negocio, porque nunca llueve a gusto de todos…

Cuando al abuelo, con más de noventa años, ya le fallaban las fuerzas para seguir cuidando la huerta, un vecino quiso comprársela, para edificar unos adosados. Al principio, Agustín se negaba, ya que para él era muy duro perder lo que había sido su vida y la de sus antepasados, pero, cuando, unos meses después, la abuela enfermó, cedió, bien a su pesar, porque se necesitaba el dinero para cuidarla como se merecía.

Mi hermana mayor, Paloma, que es abogada, lo ayudó en las gestiones con el comprador, el notario, el registro…, pero, cuando falleció Milagros, la vitalidad del abuelo sufrió un bajón notable, como si ya no tuviera motivos para seguir viviendo, aunque nunca lo manifestara ni se quejara y mantuviera la cabeza lúcida hasta el final. Nosotros lo animábamos y le decíamos que tenía la casita y que podría cuidar las flores del patio, dar algún paseo y descansar y mantener la casa en perfecto estado puesto que era tan mañoso. Además, no le faltaba la compañía ni la ayuda de vecinos agradecidos por tantos favores ni la de mis padres y de nosotros, los nietos, sobre todo los fines de semana.

Cuando ya se cerró la venta de la huerta, le hacía ilusión sostener y contemplar el fajo de billetes –»serán un buen montón», le decía a mi hermana, con mirada pícara–, para palparlos, a él que había vivido más de cien años y siempre tan austeramente. Paloma tuvo que explicarle que ya apenas se funcionaba con monedas y billetes y lo de las transferencias y los bancos e Internet… Pero al abuelo le costaba entenderlo y le preguntaba a Paloma dónde estaba el dinero, porque temía que se lo quitaran y que nunca pudiéramos heredarlo… Pocas semanas después, falleció, mientras echaba la siesta en el patio emparrado. Desde que la casita se vendió, al cabo de un par de años, ya no he vuelto por Perales, pero he prometido a mi madre que el próximo noviembre, por los Santos, la llevaré allí para visitar la tumba de Milagros y de Agustín, los abuelos, sus padres. He buscado un final literario como el comienzo, pero no se me ha ocurrido ninguno.

Luis Ramoneda (Madrid, 25 de marzo de 2024)

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