thoughtful man standing in mountains with lake

Hace años falleció en Madrid un hombre excepcional. Por desgracia, más que por suerte, poco o nada se dice de este tipo de hombres, lo cual es una verdadera lástima, porque entenderíamos mejor cómo vivir si pasáramos un poco de nuestro tiempo a su lado. Este tipo de hombres consiguen que tu corazón sea renovado en cada abrazo que te brindan y que tu mente encuentre el camino gracias a cada palabra que te regalan. Así era Don Federico Suárez Verdeguer. Y aunque su presencia esté ausente, nos ha dejado sus palabras. Esta vez comenzaremos con unas palabras suyas.
Quien habla de lo que no debe acaba escuchando lo que no quiere, porque, al fin y al cabo, irse de la lengua nunca ha traído bien alguno a nadie. Sabias y valientes palabras lanzadas a un mundo frívolo y libertino con matices salsarroseños, donde la falta de discreción y de intimidad y el exceso de cualquier tipo –excepto de silencio– brotan como setas en este húmedo dorado incierto que es el otoño. Qué difícil resulta saber decir algo que merezca la pena cuando te pasas la vida hablando de todo. Como diría Hemingway, el ser humano tarda dos años en aprender a hablar y setenta y cinco en aprender a callarse.

Sinceramente, nos evitaríamos un porrón –castizo utensilio que se utiliza para beber a chorro– de mareos, sinrazones, payasadas, broncas, dolores, angustias y hasta guerras si aprendiéramos a callar a tiempo. Y podríamos saber de veras. Porque el que calla escucha, el que escucha aprende, y el que aprende, antes o después, acaba descubriendo la verdad. La verdad sobre su propia vida y las vidas ajenas, la verdad sobre el mundo, el movimiento y el sentido del vuelo de las abejas; en fin, la verdad.

Sin embargo, estamos demasiado acostumbrados a la falta de respeto –algún día habrá que escribir algo sobre el acoso moral–, demasiado acostumbrados a poner en boca de todos nuestra mierda y la basura ajena, parece que nos gusta el morbo. Y es que, en el fondo, aún no hemos madurado, aún no somos libres y nos esclavizamos a la crítica fácil, a la broma hiriente y a la palabra malsana para relacionarnos día a día; incluso con las personas a las que les hemos dicho alguna vez te quiero, a tamaña insensatez llegan nuestros desvaríos. En este caso, indudablemente, es peor no saber callar, porque esos desvaríos guardan en su corazón de hielo una semilla de dominio y posesión que da asco.

Cuántas cosas se han perdido en este mundo de ruidos. Qué degradante, por ejemplo, es la fea costumbre de conversar con la gente con la música a todo trapo y dos litros de alcohol en las venas. Y así, nos vamos perdiendo el respeto, ya desde niños, para sólo recuperarlo, si me apuras, a las puertas de los brazos de la parca. Ahí si que nos damos cuenta y reconocemos muchas de las pérdidas ocasionadas por no habernos sabido callar, justo cuando entendemos que lo siguiente en perderse lleva nuestro nombre. Y el resto de las pérdidas las conoceremos después, cuando ya no queda ni el remedio.

Quizá si nos callásemos y pensáramos más en positivo, más en lo que hay que en lo que falta, más en la luz que en las tinieblas, más en lo que podemos dar que en lo que nos deben, más en el amor que en el odio, más en el consuelo que en la justicia… nuestras vidas se llenarían de gloria, y no nos acojonaríamos cuando sintiéramos a la Parca rondarnos, porque las personas mueren así como han vivido, y si vives con tanto miedo que tienes que gritar y destrozar para intentar esquivarlo no creo que consigas llegar nunca a ese lugar donde todo cobra su sentido, porque el miedo sólo consigue enajenar a la persona, hasta hacerla acabar desquiciada y desmoralizada.

He ahí el por qué deberíamos callarnos y abrazarnos de vez en cuando. Para poder escucharnos uno de los dos ha de guardar silencio, no como el que guarda luto sino como el que recoge esperanza.

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