
Estoy en profundo desacuerdo con la lengua. Como filólogo que soy, que mis dedos pronuncien esta frase equivale a traicionar a una madre. Pero es que hasta las madres se equivocan. La expresión que da título a este escrito no existe. ¿Es posible tamaño agravio en la noble lengua de Cervantes? Pensaba que el castellano se preciaba de ser el idioma de los pícaros, de los buscavidas, de los burlones y sátiros, capaces de encontrar la oportunidad en la desgracia. Y, ¡qué equivocado estaba! ¿Es posible que digamos, hispanohablantes del mundo, la frase hecha “perder el tiempo” con la mayor naturalidad y, en cambio, “ganar el tiempo” nos suene ajeno? Y algún listillo habrá que quiera venderme el “ganar tiempo” como la oposición a perderlo, pero esa falta de artículo significa mucho. Es algo así como la falta de optimismo.
A estas alturas, si seguís leyendo, pensaréis que estoy medio loco, o que lo estáis vosotros precisamente por seguir leyendo. Es importante que os ponga en el contexto de esto que escribo. Estaba en el último día de un puente largo, en mi casa de Moralzarzal, en la sierra de Madrid. Era diciembre. Acababa de ver el último capítulo de Shameless, una serie que me acompañó durante una década y que incluso dio nombre a las fiestas que hacíamos en el piso de Barcelona. Pues bien, en la escena final antes de los créditos, Frank Gallagher, el protagonista, mira a cámara y anima a no desperdiciar el tiempo. Por la nostalgia del cielo gris de fuera de las ventanas, por haberme despedido de otra serie el día anterior, por los treinta años que me adornan la barba con canas, sea por lo que fuere, me dio miedo no hacer caso a ese consejo. Y arranqué a ganar el tiempo.
Tenía trabajos y exámenes para corregir, tenía que escribir un comentario de texto, tenía que sacar los platos del lavavajillas e ir pensando en qué hacer de comer, tenía que poner una lavadora. Todo eso me parece perder el tiempo. Ninguna de esas cosas me iba a hacer sentir más vivo. En ese momento, nevó. Quizá penséis que me lo invento, pero en el mismo instante en que el miedo me apresaba el pecho y la vida, empezó a nevar. Primero despacio, nieve tímida, casi agua blanca. Después cogió cuerpo y furia, y después furia y cuerpo, y así la nostalgia gris fue magia blanca. No sé qué me dio, calambres mentales como dice Pao, que me puse unas botas de montaña, un chándal negro grueso y una sudadera con capucha, forrada entera de lana. Y me fui. En otras ocasiones, pienso en hacerlo, me pongo excusas, vacilo, y acabo en el sofá jugando a la play o empezando una nueva serie que me pondrá triste terminar dentro de cinco años. Ese día no. Y gané el tiempo.
Aproveché a tirar algo de basura, porque los impulsos románticos (entiéndase como Romanticismo alemán, no hollywoodiense) no obstaculizan mi natural pereza. Llegué a la cañada, una calzada de tierra, larga y solitaria, y allí me sentí justo como me debía sentir. En paz. Ganando el tiempo, minuto a minuto, paso a paso. A los pocos segundos me nació una semilla poética, me inspiró una certeza literaria que hacía meses que no sentía, me vino recitado una especie de poema sobre la caída, que terminaba con el verso “yo caí en tus ojos y no me dolió”. La nevada arreciaba, los copos se me colgaban en la sudadera de lana. A eso me refiero con ganar el tiempo, a sentirse en paz, vivo, bien, a sentir un frío segador o un calor sofocante, a sentir miedo por el tiempo que se va, a sentir sed y saciarla, a sentir hambre y aguantar y que crezca y que duela un poquito y solo entonces saciarlo, a sentir tristeza y alegría porque las cosas ya no son como antes, pero antes sí que fueron así, a sentir empatía y ternura y nostalgia y rabia y decepción y entusiasmo. A sentir, en resumen. Nada de esto lo provoca vaciar el lavavajillas.
Seguidme un poco más en mi paseo bajo la nieve. Me salté un desvío del camino de tierra que regresaba hacia mi casa y caminé un rato más de lo planeado. Breve inciso: planear es, en muchas ocasiones, perder el tiempo. Me crucé con un señor mayor, por arriba de los sesenta, que llevaba un gorro rojo y había salido a correr. La literatura está ahí, en la calle, esperando a ser vista. Me han dicho alguna vez que escribo bien. No es cierto, solamente observo bien. Bueno, y luego respeto la ortografía cuando lo cuento. El caso es que caminé un poco más y eso me hizo ganar más el tiempo y me puso más feliz y ya sentía más felicidad que frío y pensé que contárselo a Pao cuando llegara también me haría feliz. Estaba en estos pensamientos al llegar al parque grande, que crucé dando un rodeo, solo por el placer de sentir la hierba mojada bajo la gruesa suela de las botas. ¿En serio alguien se atreve a decir que esos minutos que gasté por no atajar fueron una pérdida de tiempo? Si incluso tuve la tentación de recopilar piedras, sentarme en un banco y practicar puntería contra el tronco de un árbol. Pero recordé que soy real y no un personaje de Salinger. Y la nevada se puso seria. Ya había ganado el suficiente tiempo. Regresé a casa con ganas de escribir.
Cambio de tercio. A los catorce años, mis amigos empezaron a beber. A los quince, a salir de fiesta y frecuentar bares y discotecas. Yo no quise hacerlo, me ponía triste que quisieran ser más mayores de lo que eran. Estaban ganando el tiempo a su manera, y perdiéndolo a mi modo de ver. Y a mí, perder el tiempo me aterroriza, aunque me refiero a pequeña escala. No me importó lo más mínimo no haber quemado esa etapa de adolescencia etílica y alegre inconsciencia. No me importó tampoco ser un fiestero tarde, pasado el cuarto de siglo, ni me importó tener veintisiete años y no un trabajo fijo, ni me importa ahora tener treinta y no tener hijos ni una casa propia. Lo que me preocupa es que sea el último día libre de un puente largo y no aprovecharlo. Lo que me preocupa es tener veinte minutos mientras termina la lavadora y no ver un capítulo de Los Simpsons. Lo que me preocupa de verdad es perder los momentos felices, la espontaneidad, los impulsos, los calambres mentales, no volver a pasar frío porque planifico mi armario dos meses antes del invierno, no volver a pasar calor porque el sueldo de mi trabajo fijo me permitió poner un aire acondicionado en mi casa propia. No quiero renunciar al frío ni al calor. No quiero perder la pasión, porque eso sí es perder el tiempo para, además, no volver a encontrarlo.
Soy un poco niño, lo veníamos hablando esa semana Pao y yo, y lo soy de una manera consciente y orgullosa, porque un niño gana el tiempo todo el rato, un niño come y juega con la comida, e imagina que es un avión, y un niño habla y dibuja mientras tanto, y le llevan al funeral de su tía–abuela y baila en la misa, y para él el tiempo no existe. Esa es la única manera de ganarlo. Que no exista. Cuando salí a caminar aquel día, no me llevé reloj y no me llevé móvil. No tengo ni la más remota idea de cuánto duró mi paseo. Lo que sé es que llegué a casa y no vacié el lavavajillas, no corregí, no hice la comida hasta que el hambre me dolió un poquito, no hice el comentario de texto. Puse música y miré por la ventana cómo terminaba de nevar. Haced caso a Frank Gallagher. No desperdiciéis el tiempo. Y hacedme caso a mí, olvidaos de él. Ganadlo.