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Homo politicus

Según Platón, «el hombre que cuida él solo de la salud de la especie humana, a la manera de los pastores y vaqueros, es el único digno del título de político». Para Aristóteles el ser humano, a diferencia de los animales, posee la capacidad natural de relacionarse políticamente, o sea, crear sociedades y organizar la vida en ciudades (ciudad, se dice «polis» en griego). Es decir, la dimensión social del hombre es el fundamento de la educación, y ésta se desarrolla o extiende gracias a la dimensión política del hombre.

No obstante, para este último pensador, se dan tres formas de organizarse políticamente en sociedad: la monarquía, la aristocracia y la democracia; aunque si degeneran se convierten en tiranía, oligarquía y demagogia.

Lejos quedan ya los días en los que los hombre decidieron ayudarse y promover sociedades adecuadas a su desarrollo como tales hombres, así como velar por la protección de la familia –célula inicial de la sociedad y la política y la economía–, por la protección de los jóvenes –auténticos revolucionarios que mantenía el mundo en una cuota adecuada de cordura y libertad–, por la protección de la vida del hombre, aunque aún no hubiera nacido. Lejos quedan los días en los que el ser humano era libre.

Hoy día, principalmente en los mal llamados países desarrollados o en vías de…, el hombre se aniquila a sí mismo y a su progenie creyéndose, además, que lo hace en virtud de su libertad bien utilizada. Le han engañado, ninguneado, vilipendiado, mentido, vampirizado y, sobre todo, maltratado moralmente de tal guisa que ya es él mismo quien termina destrozándose del todo en pos de la verdad y el bien y la belleza que cree entender en sí. Y esto lo han conseguido esos oligarcas masones y profundamente despreciables que, desde hace más de dos cientos años, llevan dando mucho por saco…, es decir, los hombres del culo, los grises vampiros del tiempo que Momo tuvo que destruir.

Pero es que, además, en España, que ha tenido las tres formas de gobierno que citaba Aristóteles –y algunas otras– estos impresentables pelagatos han conseguido pudrir esas maneras de gobernar de una forma total y hemos llegado a lo de hoy: una panda de oligarcas tiranizando al pueblo en todos sus aspectos de una manera plenamente demagógica en donde el bien y el mal lo dictan ellos: este es el auténtico y perfecto maltrato moral que acaba con el suicido de la víctima –de hecho, en España, el suicido es la primera causa de muerte externa, después, claro, del aborto.

Es curioso que estos oligarcas se estén cebando con España y con los españoles, es curioso que de ellos muchos lo sean –algo así como otra especie de afrancesamiento, pero algo más satánico, por ponerle algún adjetivo–. De hecho, desde hace algún tiempo vengo pensando que de no haber sido España tan católica, de no haber extendido tanto la Palabra de Dios por los cinco océanos, de no haber sido tan jodidamente buena a la hora de gobernarlos, no estaríamos ahora como estamos.

Eso sí, también secundo las palabras de Chesterton que rezan así: qué lástima, se ha perdido esa tradición tan antigua y tan cristiana de matar a los tiranos. De hecho, ya Dionisio I, el Tirano de Siracusa, auguró estos tiempos…, antes de que se lo cargaran.

Hoy en día, como estos oligarcas saben que no van a vivir eternamente, no de la manera que ahora lo hacen, han decidido montar clanes para que se perpetúe su semen de posesión, degeneración y esclavitud…, y puede parecer profundamente difícil cambiar esta situación. Sin embargo, no consiste en matarlos a todos –aunque pueda producir un gusto estupendo–, no, pues nos haríamos como ellos; consiste, más bien, en convertirlos a todos, y los que no quieran se quedarán por el camino.

De todas formas, y aunque algunos ya hayamos comenzado esta tarea, sigo pensando que todos juntos siempre seremos más poderosos, que en el abrazo y en la ayuda mutua está la mayor parte de las soluciones que existen. Y que, por mucho dolor que hayan causado estos pazguatos y sigan causando, jamás nos tocarán la libertad de nuestro amor y mucho menos la profunda sabiduría de quien es Dios.

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