
ISLA ESMERALDA
–La tierra de un pueblo amable–
I
Aparcaron dos amigos la bendita rutina y se lanzaron por la puerta abierta al solaz. En el alba del 23 de agosto de 2018, el sol no había vencido todavía la línea del horizonte, mas su resplandor tornaba cautivador el anubarrado paisaje que el cielo vestía, con esa piel de lago de los días estivales. Oswald y Morgan volaron en el tren hacia el aeropuerto con sus maletas, sus mochilas y su ilusión enorme, levantando el telón de su sueño irlandés, que había surgido a principios del año.
Oswald, con su original espontaneidad y su preciosa cristalinidad, tardó un suspiro en hacer buenas migas con el señor dublinés del asiento de al lado y, en su ardiente afán de tender puentes, invitó a su amigo a descubrir ese afable universo: Willy, viudo de “Felisilla”, natural de Briviesca –el pueblo del querido por Morgan abuelo Cayo–. No habían siquiera aterrizado, y ya habían experimentado la amabilidad irlandesa.
Al pisar la gran isla, como suele ser en ella habitual, el sol, cual travieso churumbel, se escondió tras una cortina gris. Recogido su inesperado tanque –un Dacia Duster–, entraron de lleno en la aventura: ¡estaban conduciendo al revés que toda la vida por las carreteras irlandesas!. Hallado su primer hotel en la capital, aparcaron el carro, descargaron los bártulos, embaularon unas hamburguesas del McDonald´s a deshora –el guardia de seguridad, un atento caballero nigeriano, quiso complacer a Oswald agigantándole el helado– y, sin demora, se subieron en el tram, dirigiéndose hacia el city centre.
Se apearon en Abbey Street. El sol seguía jugando al escondite, sacándoles la lengua de vez en cuando y envolviendo las calles con una atmósfera y una luz flamantes, que abrieron el concierto de lo que, al final del viaje, iban a acabar siendo unos espectaculares fuegos fotográficos.
No se hicieron esperar los primeros chubascos típicos: intensos, breves, emocionantes… Empezaron su recorrido por las calles de O’ Connell, Henry y Talbot, para terminar volviendo a la principal arteria dublinesa –la primera de las tres–, en concreto, a uno de los puentes sobre el río Liffey –del mismo nombre que la calle y, curiosamente, más ancho que largo–, donde la chispa que salta cuando se juntan el agua y el sol les prendió, enlenteciendo su paso… Les llamó la atención que la mucha gente que poblaba las calles caminaba despacio, con la cabeza alta, respirando a gusto. Llegados, paseando por la ribera, al siguiente puente, el romántico Ha’penny, le fueron a pedir a una mujer que les sacara una foto y acabaron charlando amigablemente con ella, su esposo y sus dos gemelas: una bonita familia española que había volado a Dublín para celebrar el Encuentro Mundial de las Familias y la visita del Papa.
Tomando el puente del Medio Penique, se toparon por primera vez con un pub que rezumaba música en directo y, asomándose, hicieron suya la fuerza del “Hallelujah”. Dieron una vuelta por el famoso y concurrido barrio de Temple Bar y retornaron a Talbot Street, donde un irlandés sin doblez –otro guardia de seguridad– les recomendó, para cenar y escuchar –según sus palabras– “lovely live Irish music”, el Celtic Pub. Siguieron su recomendación, pero no pudieron cenar allí –estaba full–; sin embargo, descubrieron un siempre apetecible italiano en el que una simpática hermana mejicana les sirvió sapore di buono.
It’s live music time!, y en el Celtic Pub, Oswald halló su casa: mientras Morgan se agenciaba unas pintas, se presentó a unos lugareños y, como río que fluye, conversaba abiertamente con uno de ellos, John; con él –y con Morgan–, se tomó la primera cerveza en su vida, bailó y repartió abrazos. En un lugar tradicional, con un ambiente excelente –había allí reunidas gentes de todas las edades–, se divirtieron al calor de las celtas vibraciones de la voz, la guitarra y el violín. Terminó el concierto, se levantaron los aplausos y los dos recién llegados cogieron el tranvía hacia la piltra.