La ciudad de los ángeles

“Toledo es una ciudad del cielo y de la tierra, haría falta el lenguaje de los ángeles para describirla”
Rainer Maria Rilke

Ana, proveniente de la Villa de las Palmas, Palmira, en la bella Colombia, que lleva haciendo piel en España un puñado de años, ha recibido recientemente en su casa la visita de unas gentes de la Pequeña Venecia, el Agua Grande: Venezuela. Y con ellas y conmigo decidió celebrar el día en el que nació. Después de hacer malabarismos con el destino, eligieron el gran nombre: Toledo. Así, se me regaló ser anfitrión de mi patria bendita, de una ciudad deseada –inevitable recordar la voz de Rilke–: la ciudad de los ángeles, el gallardo caballo que lleva en su lomo al corazón de España.

Mientras descifraba las huellas blancas que el cielo exhibía, aparecieron los esperados huéspedes con Ana: Leidi, Diana y Luis, con el cálido aroma de su país. Darles las gracias es ahora oportuno, pues con su elección quedaba cumplido mi deseo de volver a esta ciudad.

Transformando el coche en barco –terapia que recomiendo en alta voz–, comenzamos el viaje con ganas de conocernos unos y seguir conociéndonos otros. Venezuela –según me cuenta Luis– es una tierra hermosa, que está tristemente afeada por un egoísmo que se ha desmadrado hasta la alienación y hasta la crudeza del olvido. Muchos han dejado de cuidarse, de quererse, hasta el punto de que resulta complicado caminar tranquilo por las calles. Me dio pena y que pensar hablar de la mediocre realidad que se vive en España, donde habiendo una situación de mucha más paz –no se sale a la calle aquí como en Caracas– en la que podríamos estar más unidos, vivir en familia y hermanarnos con otras naciones sacudidas por abominables despotismos, tantos se lavan las manos.

Nosotros íbamos a sembrar las calles de júbilo, ese júbilo que brota como un manantial de las almas especiales que el mundo se ha encargado de clasificar, las más sencillas, las más pacíficas, las menos discapacitadas si de lo más importante se trata: el amor. Gracias a la pureza de estos diamantes, surgió una conversación profunda en la que descubrí, por el retrovisor, cómo una pompa de sangre se escapó del corazón de Diana, subió hacia sus ventanas y explotó en reguero de agua salada por su rostro. Fue la imagen del amor que también vive en Luis y que representa el paso de uno de estos caballeros del Sol por esta tierra, un paso muy corto pero suficiente para alumbrar sus corazones para siempre, un hijo que, desde el País de la Vida, les abriga incesantemente.

Bajo un sol pletórico, nos acercamos a las fornidas murallas y a las altas puertas abiertas que guardan tantos tesoros de la historia. La majestuosa iglesia del hospital de Tavera fue el anuncio para parar, dejar el barco y coger las piernas. Era el primero de noviembre, el Día de Todos los Santos, y la comunión se apreciaba en la armonía reinante. Al aparcar, crucé unas palabras simpáticas con un padre de familia, como si nos conociéramos de toda la vida. Desde allí, pude admirar con regocijo el sombrero de la iglesia, como primicia de la magia venidera.

Saboreando unas frescas manzanas –cortesía de los venezolanos–, nos unimos al concierto del día. Comenzamos la marcha bordeando la iglesia y contemplando la limpia fachada del antiguo hospital –nacido en el Renacimiento español para “los tocados de diferentes enfermedades” y panteón de su fundador, el cardenal Juan Pardo Tavera–, que alberga dos elegantes patios gemelos, “la única farmacia hospitalaria de dicha época conservada íntegramente” y un museo con una buena colección de muebles, tapices flamencos y “una formidable pinacoteca”. En el parque de enfrente, Diana y yo nos adentramos en el palacio de la familia, y ella me enseñó una de las riquezas que guarda la suya: todos se sientan a la mesa y comen siempre juntos, como algo fundamental: fabrican la miel de la unión.

Saliendo del parque, nos enfrentamos con la Puerta de Bisagra: el solemne anuncio de los senderos y secretos de piedra, el alto y claro pasen y vean que le encantó a Luis. La estatua de Carlos I que encontramos al pasar bajo su arco, me hizo recordar aquellas gestas de la historia escuchadas con fruición, aquel imperio donde nunca se ponía el sol, en el que la gran nación española llevó en sus manos y en sus labios la Verdad por el mundo entero. Entre escaparates de armaduras, espadas y orfebrería, fuimos subiendo hasta alcanzar una panorámica de los arrabales de la ciudad.

Escogimos el callejón que más le gustó a Luis y por él nos perdimos distraídamente. Como ya me había anunciado mi abuelo, “lo mejor es el sabor de las calles”. Con una indicación de una amable joven toledana, llegamos a uno de los faros más hermosos del país: la catedral de Santa María de Toledo –Catedral Primada de España–. Por una de las callejuelas, avistamos la espléndida torre con su tiara en lo alto, y unos pasos adelante, nos topamos con sus muros firmes, sublimes, que sugieren la grandeza que albergan. Entramos en ella por el norte, por la Puerta del Reloj. Desde una esquina, nos bañamos en la tenue luz y en el mar de silencio que recogen el corazón, en el torrente de arte y en el Agua Viva que brota sin cesar; pendiente queda –al menos, para quien escribe– recorrerla despacio y recrearse en algunos de sus infinitos detalles.

Bordeando el gran templo, llegamos hasta la plaza del ayuntamiento, desde donde crece el abrazo de su esplendor. Allí, nos hicimos con un mapa y pensamos en el momento de la mesa y la palabra. Por recomendación de un amigo, llegamos al restaurante Palacios, muy de la tierra, castellano, con mobiliario de madera. Un hombre amable nos dio asiento en un santiamén. Pisto manchego, menestra y pimientos rellenos, regados por tinto de verano, hicieron de la primera ronda un rato majo entre las costumbres de cada uno de nuestros países de procedencia. Después, Leidi disfrutó de la ternera española, Luis escogió la deliciosa perdiz autóctona, Diana sano salmón, Ana una magnífica pieza de codillo que la encandiló y yo un suculento bacalao a la riojana. De postre, tartas de queso, flan rico y tiramisú. Y para coronar, unas cremas: las buenas conocidas de orujo y una nueva –venida de Yepes, según me contó el despierto camarero marroquí que nos atendió–: crema de mazapán. Todos estos buenos alimentos fueron gentileza de Diana, Leidi y Luis, que tuvieron –uno más– el detalle de invitarnos a Ana y a mí: gracias, otra vez. Además de lo degustado, nos llevamos el calor del hombre amable y diligente que nos recibió al entrar: su trato personal, su sonrisa y su apretón de manos me recordó que mirándonos a los ojos el mundo es hogar.

No le quedaba mucha luz al día, pero Toledo en tres pasadizos te sorprende. Un hallazgo fue la iglesia de san Ildefonso: su torre llena de ojos cautivados, su blanco corazón y su regio altar al fondo. Otro, la rama de aquel árbol que cayendo sobre un muro lo hizo brillar. Y otro más, aquel hombre de ascendencia judía, dolido pero no rendido, con su sillita y su libro y su borrachera de palabras, la barba blanca y los ojos de un azul borroso; espero que la escucha le trajera el mayor regalo: el perdón, el perdón para avanzar. Según sus indicaciones, tomamos un camino que nos acabó llevando a un rincón acogedor, al que accedimos por su pequeña puerta: el monasterio de san Clemente. Las hermanas cistercienses que lo habitan –bernardas– ofrecen al mundo su trabajo oculto: mazapanes, clementinas y otros dulces y cosas ricas con almendra. En mi caso, gocé de una feliz sorpresa: conocí a la hermana Susana, que viste una sonrisa profunda, poderosamente sencilla. En ella, reconocí la misma paz que desprenden otras monjas de otros conventos:

Será porque tras los muros
canta y canta y canta,
engalanando silencios

Será porque tras los muros
trabaja y trabaja y trabaja,
enriqueciendo el Mundo

Será porque con sus ojos
ama y ama y ama,
como una niña

Nos dimos pinceladas de nuestras vidas y quedamos muy ufanos por el mutuo regalo. Luis nos invitó a probar el mazapán –cuyas primeras referencias escritas en esta ciudad se hallaron hace más de cinco siglos–: exquisito. Entre callejuelas y altas puertas, entre gentes despiertas y piedras que hablan, llegamos al mirador del comienzo y a la cuestecita frente a la Puerta de Bisagra, donde paramos a tomar unos cafés, y unas miradas, y alguna historia… Mesa de cuatro y todos en torno.

La apasionante vida de mi amigo Willi no sólo alimenta, hace reír, asombra y enriquece la imaginación, sino que abre la fruta de la vida. Los ojos grandes de Luis escuchaban con atención: todo él se volvió ojos. Hablamos del Bien que buscamos y para el que hemos nacido, el que nos hace ser nosotros mismos: felices, fuertes, intrépidos. Los ojos de Luis quieren más, buscan: encontrarán. En su brazo descansaba Diana, a gusto. Ella, para acompañar los cafés, nos invitó a las clementinas que le compró a Susana. Ana disfrutaba de otro modo: cerrando sus ojos, o mejor dicho, abriéndolos hacia adentro, mirando lo que las palabras dibujaban en su corazón. Con Leidi…, cerca de sus ojos de alguna miel, estuve hablando durante las horas compartidas del fin de semana. Viajamos juntos por el mundo y nos sentamos frente a los lagos de la ilusión: aguas limpias y llenas de tornasoles, saltos y surcos, aguas donde nunca se miró Narciso.

Abandonamos la ciudad por donde a ella nos adentramos, por la Puerta de Bisagra, y a Ana se le abrió el apetito cuando pasamos por una churrería. Después de la improvisada divertida merienda, encendí los ojos del churrero cuando le agradecí sus crujientes maravillas. El baile de la jornada que habíamos comenzado a la luz de un sol radiante, lo terminamos, a paso lento, bajo una luna serena.

Ya a los pies de la sierra de Madrid, brindamos con unas cervezas mejicanas bien, bien frías, asentamos lo vivido y nos despedimos con cinco sonrisas como cinco estrellas.

Ana: gracias por invitarnos al rico encuentro. Diana y Luis y Leidi: gracias por vuestras ganas de conocer y de vivir, por vuestra amabilidad y vuestras manos generosas.

Por Toledo: gracias a Dios.

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