Al llegar con el coche, aun lejos de abrir la puerta, ya se escucha a la gritona airada por una simple tontería, un portazo, pasos corriendo, un fregadero lleno de platos y cacerolas, la sonora campana extractora del humo de los fogones y un buenas tardes con dos besos alegres de tu madre. ¡A comeeer! Con un hilo de grito hueco que llega a toda la casa por lejos que estés. Llega el batallón, varones y féminas, cada una más guapa, y se sientan alrededor de la gran mesa, presidida por el pater familias a izquierda de su esposa. A continuación se bendice la mesa: “comamos y bebamos y no vengamos más de los que estamos” y al ataque. Se come, se charla, se discute, se enfadan, se castiga, los no castigados se ríen del condenado… Al final, los padres se retiran a la muy acostumbrada siesta dejando la limpieza de la cocina en nuestras manos, resultando que le toca lavar los platos a este de quien se rieron y ¡bastantes humillaciones ha sufrido por hoy! ¿Quién lo convencerá para limpiar? La solución es, por experiencia: entre todos y a tortas.

Peleas, uñas y dientes, payasadas, el pavo de las chicas, las ocurrentes guarrerías de los chicos, pactos y alianzas entre mayores, menores, los de en medio… Siempre pierden estos de en medio; parecen destinados a la locura de por vida, a no tener donde caerse muertos, ni quien los apoye o cuente con ellos. Son una bomba, sin duda. Dice la psicología de la familia que el mayor siempre quiere el poder y ser el mejor. El segundo es el envidioso que busca superar al primero explotando todos aquellos ámbitos que a este se le dan mal, para ser reconocido. El tercero es un loco de remate llamando la atención siempre. El cuarto la oveja negra; sin embargo el quinto hijo es muy querido porque es tan difícil llegar a tener el valor para tenerlo que, por tanto trabajo, se le valora aún más y por esto es el muy libre. Así se van formando distintas personalidades. A partir del quinto, van naciendo hijos que serán uno de tantos y tantos, en una familia tan numerosa, en la cual todos quieren destacar, ser reconocidos… y se alían y compiten unos con otros ¡a muerte! También se dice que los varones compiten un tanto más por el afecto de la madre y las chicas por el del padre; que si la madre es buena los hijos salen bien y si el padre es bueno las hijas salen buenas también. Y ya si ambos, marido y mujer, se aman locamente, ningún hijo podrá ignorar tan sublime maravilla como para que no quede grabada a fuego en su corazón, de manera que busquen, hasta el final, vivir esa misma verdad en sus vidas cuando salgan del nido. Buscando, luchando y encontrándolo, guiados por ese eco que siempre recordarán de lo que vieron en sus primeros maestros de la vida.

En esta selva de caos, sufrimientos y guerras, crece el fenómeno del amor, siendo como una escuela de alto rendimiento con todo tipo de caracteres, gustos, defectos y personalidades tan distintas que soportar y disfrutar, apoyados en el cariño de una madre fiel y el discernimiento de un padre firme. No cabe el aburrimiento, no cabe el egoísmo, el orgullo o la vanidad porque siempre hay con quien compartir o quien te de un coscorrón cada vez que vaciles; no cabe la pereza, porque deben colaborar todos para llevar la casa adelante; no cabe la envidia porque todo es de todos; no cabe la lujuria porque hay poca intimidad; no cabe la gula, porque no sobra comida; no cabe la mentira, porque nos conocemos asquerosamente bien; y no cabe la soberbia, porque ocupa mucho espacio y somos demasiados en casa. Sí cabe la ira pero, a base de tortas unos a otros se baja. Lo que siempre cabe es la humildad, porque nos hace pequeños; o el amor para dar, la fe para confiar en seguir adelante y la esperanza para mantener la casa a flote.

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