Nuestras miradas se encontraron: tú me miraste, a los ojos, limpiamente, con cariño, como se ha de mirar; yo encontré tu mirada al vuelo y la seguí –no es usual mirar a los ojos en las calles del siglo XXI, mas yo suelo tener la mirada alzada, no sea que me pierda el milagro de otro par de ojos despiertos y el universo al que conduce–. Al llegar a tu altura, le puse voz a mis ojos: 

–Buenas tardes –te dije. 

Mientras caminaba despacio, dando oportunidad a la cortesía, dijiste, ya a mis espaldas: 

–Perdón.

Rápidamente, me volví y te pregunté: 

–¿Perdón, por qué?.

–Por mirarte –respondiste.

–Nunca pidas perdón por mirar, eso es estupendo –te contesté.

 Ante la ausencia de tu respuesta, te deseé buena tarde.

–Igualmente –me contestaste, con el tono ilusionado de quien encuentra la calidez de un amigo.

Caminando por el andén hacia el banco donde saboreo cada día lo acontecido a lo largo de la jornada, comencé una reflexión sobre el bien que hemos dejado de hacer todos para que tú tengas que pedir perdón por mirar a los ojos. 

Pensé en hablar contigo para compartir la realidad de que una gota de la blancura que habita en algunos corazones, como el tuyo, deshace ella sola vastas oscuridades. Mientras decidía, te busqué con la mirada, en el mismo momento en el que aportaba el tren. Al punto, llegó hasta mí una habitual compañera de viaje, la saludé y, entonces, te descubrí a mi lado; te invité a la conversación y, ya en el vagón, a que compartieras el trayecto con nosotros. 

A mi querida compañera le pesaban los párpados, fruto de la carga de su trabajo, e hizo un ademán de cansancio recostándose en el asiento. Quedamos tú y yo, frente a frente, y comenzamos a charlar como buenos hermanos, gozando del improvisado encuentro. Después de aquella primera mirada cristalina, hablábamos ahora en el mismo lenguaje; candorosos son tus ojos, resplandeciente tu mirada. 

Te mostré algunos amaneceres de mi vida –familia, amigos, trabajos– y di paso a tu historia. Me contaste que has hecho 20 carreras –luego corregiste a 25–: ¡qué genialidad!, los dos tenemos en común tratar de hacer carrera allí por donde vamos, perennes aprendices. El diálogo iba ganando fuerza y emoción. Pronto salieron a relucir problemas que te encogen, como una operación de rodilla cuyo recuerdo te hace verter algunas lágrimas; compartí contigo mi experiencia en la negligencia médica y te fuiste calmando. Me contaste con tranquilidad y confianza que tienes un síndrome, el Síndrome de Williams –qué regalo encontrarte: la incidencia de tu síndrome se estima en uno de cada 20.000 nacimientos–. Me hablaste de tu retraso mental y de las complicaciones que tienen que ver con él y te hacen sufrir. Yo te hablé de la realidad del dolor común a todos los hombres y la necesidad que tenemos de ayudarnos. Te hablé también de la Fundación Gonzalo y de nuestro vivir con los discapacitados y sus familias; te hice saber que con nosotros puedes contar para lo que necesites. Tú sellaste la nueva amistad: “tú ya eres mi amigo, eres buena persona”. Nos intercambiamos los teléfonos y escuché tu nombre, el más bonito entre los de mujer: María. 

Llegó tu parada y, con tu despedida, el sonido del abrazo entre los hombres: “me has llenado el alma, me has alucinado”; tus palabras fueron el espejo de mi pensamiento cuando te oí pronunciarlas.

La vida es tan bonita como María y yo la hemos bailado: viajando juntos, conociéndonos, compartiendo experiencias, sabiéndonos familia por la ley más antigua. La vida es tan bonita gracias a personas como María, que son capaces de cambiar el rumbo del mundo con su mirada. 

Gracias, María. 

2 comentarios en «La flor de Williams»

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