
II
Se abrió la mañana con Oswald cantando jubilosas melodías en la ducha: así amanecen los hombres felices.
Era día de explorar la capital, para lo que necesitaban el poder de un Irish breakfast: las baked beans –judías estofadas en salsa de tomate–, el bacon, la salchicha típica, una especie de morcilla y huevos fritos. ¡Listos para conquistar Dublín!.
Del tranvía se desmontaron nuevamente en Abbey Street y llegaron hasta la perpendicular O’ Connell, donde tomaron el autobús rojo que circula por los lugares más emblemáticos de la ciudad. Vieja, desordenada, gris y animada, Dublín se deja gozar.
Pasados varios aguaceros, se bajaron cerca del gigantesco Phoenix Park y pararon en el Nancy Hands, un pub clásico cuya fachada parece la de una antigua estación de tren. Puertas hacia adentro, te acoge un auténtico bar victoriano, lleno de buena madera –incluidos los techos– y algo de ladrillo, cristaleras, media luz…, un lugar para sentarse a la orilla de tres grandes placeres: comer, beber y conversar. Por fin, pudieron probar la Guinness –parte de la tradición de esta nación desde que se empezara a elaborar en el siglo XVIII–, profundamente oscura, densa pero mansa, de trago grato. Y descubrieron la que sería una de las apetitosas sorpresas del viaje: la Smithwicks, de sugestiva piel rojiza y cuerpo intenso, aromática, deliciosa. Para afilar el colmillo, eligieron ricos asados de pollo y cerdo, aderezados con mostaza volcánica de la tierra. El postre estaba cantado: a couple of Irish coffees!.
En la mesa de al lado, comía con una amiga suya una joven a la que Oswald se acercó, saludó simpáticamente y le pidió que le hiciera una foto con su amigo –y, de paso, espabilado varón, que se hiciera una con él–. Y, en ese momento, acuñó una expresión que resonaría a lo largo de la aventura: “otro irlandés más al bolsillo” –aunque en este caso fue inglesa–; todo tiene que ver con la misión primera del hombre: despertar sonrisas, una a una.
Saciados sus cuerpos y sus espíritus, prosiguieron su marcha. En plena digestión, nada mejor podían hacer que zambullirse en la paz de Phoenix. Hablamos de uno de los parques urbanos más grandes de Europa –morada, incluso, en sus zonas boscosas, de familias de ciervos–. La zona por la que entraron está vestida por relucientes llanuras de hierba, salpicadas con multitud de flores frescas y frondosos árboles. Después de recibir otro efímero baño, a la vuelta de un recodo, una hondonada en la que descansa un estanque guarecido por una elegante arboleda les regaló la musicalidad del agua, de algunas familias de patos y cisnes, de docenas de palomas y de una sensacional garza que allí mismo aterrizó.
Tras la campestre holganza, volvieron a la urbe y completaron el recorrido en el red bus. Se bajaron en la intersección de O’Connell con el Liffey para recorrer a pie las zonas que más les habían llamado la atención desde la azotea del autobús. Teniendo a mano el Trinity College, se acercaron a conocer el solemne conjunto de sus edificios. Continuaron por Nassau Street y se desviaron hacia el Merrion Square Park, una alfombra ataviada con la misma vida floral de la explanada de Phoenix. Y de un parque salieron para entrar en otro, uno de los más antiguos de la ciudad –del siglo XVII–: el plácido Saint Stephens, junto a la comercial Grafton Street. Magnos lozanos árboles guardan el paraje. Entrando por la esquina del templete que hay junto al estanque, cruzaron por el puentecito sobre las aguas especulares y llegaron al sereno centro de alegría florecida; en él, la gente descansa y charla en los bancos, pasea, sonríe… Se regocijaron con los ojos y con la cámara y, antes de volar, Oswald cazó una nueva alma, esta vez… ¡rusa!: un chaval majísimo con el que hilaron una amena conversación. Junto a una de las salidas, las niñas de sus ojos atraparon una casa de cuento: flanqueada por un exuberante seto, con sus varios tejados a dos aguas terminados con travesaños de madera tallada, sus buhardillas, su ladrillo naturalmente envejecido, sus ventanales alhajados con mil flores, su hiedra abrazante, sus magníficas hortensias y sus esbeltos girasoles…, descollando entre los árboles a la par que la próxima iglesia gótica, flechas ambas de la misma poesía.
Bordeando parte del parque, tomaron Grafton Street e hicieron diana con el puente O’ Connell, justo a la hora de la corona del ocaso sobre el Liffey. Su destino nocturno fue el Celtic Pub, en el que, esta vez sí, iban a entusiasmarse doblemente: en la sazón y en el son. Atravesando el bar, les condujeron a una sala grande muy animada y les ofrecieron una de las mesas de madera. Candelabros encendidos, cuadros, pendones, espadas, rifles, escudos y otros elementos conformaban la algo recargada mas agradable decoración. Para entonarse, escogieron un condimentado y sustancioso estofado de cordero –el mejor plato desde su llegada– y unas Smithwicks –decididamente, su favorita–. Rose, amable muchacha irlandesa, y Fernando, un buen tipo uruguayo –los camareros–, dilataron el bolsillo. De postre, se refrescaron con la rubia afrutada Hop House 13 y la conocida sidra Bulmers –elaborada por Fred y Percy Bulmer, dos hermanos que cultivaban manzanas en su huerto familiar, utilizando 17 variedades de pomas irlandesas–, a la vez que, mudándose al bar, asistieron a una velada ¡folktástica!.
Con la sonrisa puesta y el corazón bailón, alcanzaron el último tranvía y cayó el telón.