
III
Volvió de nuevo la luz para alumbrar a los aventureros en el inicio de su periplo, que concluirían, días después, regresando a la capital. Su primer destino era Galway, por lo tanto, iban a surcar el país de este a oeste. Por la autopista, se abrieron paso entre hectáreas de limpios campos y, como si no hubiera pasado el tiempo, arribaron a la costa de la ciudad buscada, en concreto, al Bed & Breadfast que les cobijaría esa noche. Allí, les acogió un amable matrimonio: Máirín –María– y Michael. Ella, diligente, les proporcionó un mapa y les indicó las varias carreteras que serpentean sobre la adusta región de Connemara –una de las zonas del país donde mejor se ha conservado el idioma gaélico–, cuyos paisajes pintarían su jornada.
Sin más dilación, comenzaron la excursión deslizándose por las estrechas carreteras, que guardan mil sorprendentes recovecos. Al rato de darle la espalda a la costa, se vieron rodeados por tierras incultas que hablan de vientos feroces, de penosas existencias, de éxodos remotos… La austeridad de los vastos páramos la aligeran numerosos ojos de agua. Unas ringleras de abetos y un grupo de colinas dulcifican el panorama. Junto a un lago, pararon, respiraron, contemplaron, fotografiaron… En un hotel que hay en una encrucijada –Maam Cross–, se sentaron a comer unos sencillos platillos.
Continuaron por la N-59, acompañados constantemente por la presencia del agua. El amarillo del tojo, el magenta del brezo y el naranja de la flor de unos bulbos que proliferan en los márgenes de la carretera alegraban intermitentemente el recorrido. Tomaron un desvío en dirección al corazón de la región, a uno de sus hitos monumentales: la abadía de Kylemore. Enseguida, pisaron sus atrayentes aledaños. De la alianza que conforman las reverdecidas colinas, los juncos que emergen del agua y la suave cordillera Twelve Bens –Na Beanna Beola: Doce Picos–, mana poesía pura.
De la falda de una boscosa ladera, su natural abrigo, asoma, erguida y quieta, la nombrada abadía, a cuyos pies descansan las silenciosas aguas del lago Pollacapul. En ella vive, desde 1920, una comunidad belga de monjas benedictinas –con más de 400 años de historia–, que vino a parar a este lugar después de que su abadía, en Ypres, fuese bombardeada y destruida en la Primera Guerra Mundial; en su origen, había sido un suntuoso castillo privado. Desde una de las orillas del lago, desvelan un bello cuadro: la abadía al fondo, clavada en el boscaje, y el reflejo del cielo en el agua viniendo a morir en el primer plano, en el que canta un tempranero brezo.
Volvieron a la ruta y avanzaron en busca de Clifden, ciudad conocida como “la capital de Connemara”. Lo primero que se encontraron, junto a la carretera, fue su faro: la iglesia gótica de San José, con su audaz campanario; en su interior se estaba celebrando –víspera del dies Dominicus– la Gran Victoria.
Más que de una ciudad, se trata de un pueblo con dos calles principales, donde se alternan tiendas, bares, restaurantes y hostales, y otra iglesia más pequeña –anglicana–, con una aguja gemela de la católica –detalle que se aprecia desde un punto alto–, además de las casas de los vecinos. Su principal atracción es su situación, entre la cordillera y el mar. Se puede pasear por su entorno o buscar la brisa del Atlántico adentrándose en la Sky Road, una carretera que va siguiendo la silueta que las aguas del océano van dibujando en las onduladas tierras de labranza y ofreciendo –en los días claros– soñadoras vistas. En esta ocasión, no había claridad para libar ninguno de esos dos caramelos, así que emprendieron el camino de vuelta –¡otra vez será!–. La luz que el día perdía la ganaban, en altavoz, el violín de Martin Hayes y la guitarra de Dennis Cahill.
Ya en Galway, aparcaron junto a la catedral –que ocultaba su esplendor bajo la piel de la noche; al día siguiente, tendrían la oportunidad de admirar la joya– y se adentraron en la jovial ciudad. Deambularon por sus calles, especialmente concurridas por ser Saturday night. Después del día de excursión, apetecía hincar el diente. Siguieron, esta vez, una propuesta de la guía de viaje, ratificada por el buen ambiente que, in situ, el sitiodesprendía: el restaurante Martine’s. A la entrada, dos amables mujeres que vieron a Morgan observando la carta, le recomendaron, mostrándoselo –qué color, qué olor, qué plato y qué rostros de fruición– el salmón de la casa con crema y verduras, que resultó ser un sabrosísimo éxito, acompañado por la genial cerveza local tipo “ale” –de fermentación alta– Bogman.
Gozosamente cansados, arribaron al Bed & Sweet Dreams.