
Mensaje para todo aquél que aún conserve el juicio (o que se dé por aludido):
Damas y caballeros, me entristece sobremanera y me achaca el alma tener que comunicarles la siguiente escalofriante premisa: en este comienzo de siglo XXI que llevamos se está empezando a producir un malévolo envenenamiento a la lengua castellana. Los últimos años ha sufrido usos deshonrosos por parte de una amplia diversidad de individuos que han llegado a oídos de una extensa población y que han perdurado en el tiempo, según parece, sin proponerse dejar de acongojar a las reglas de la gramática y vocabulario establecidas. Éstas se han visto infinitamente menos renombradas que los nuevos insultantes dialectos, que no han de tomarse como tales, sino como desvergonzadas alternativas para el gandul hispanohablante. Esto llega al punto de que la original lengua castellana queda convertida en un negocio, un mero asunto burocrático al que se le asignan valores y normas de distribución al cliente. Sin duda, tan contaminado de política como cualquier otro asunto debatido en una cámara parlamentaria gubernamental. Ese vil monstruo devora la cultura de su nación haciéndola suya para con ella hacer malabares cuando, en realidad, prometió hacerse cargo de su nación sin interferir en su tradición.
¿Dónde quedaron los tiempos del auge de las lenguas cuando gobernaba don Alfonso X el Sabio? Bien era la ciudad de Toledo conocida por la Escuela de los Traductores, y un contemplativo ejemplo de la enriquecida variedad cultural del momento que logra ser atraída por la lengua e instituciones que (sin ánimo de lucro, a diferencia de hoy día) la defienden y promulgan. Y especialmente en este presente es cuando más necesitamos a un Juan de Valdés, o a más de uno, y altamente respetadas instituciones y ateneos que preserven las buenas costumbres lingüísticas para que la lengua castellana signifique algo más que un instrumento de comunicación y pueda aludir a la tradición hispana, su historia, el arte letrado y la bella y esencial ciencia de la filología.
No obstante, las anteriores horas a la escritura de estas líneas se han colmado de perniciosos y desvergonzados acontecimientos que ponen en riesgo, más aún, la dignidad del castellano. Y ante tales ofensas −aparentemente pasadas por alto y, hasta se podría decir que bien acogidas− me he visto en la obligación de defender la integridad de mi lengua. Mas en este escrito me privaré de relatar cualquier ejemplo de injuria y delito recientemente cometido contra la lingüística, pues no merecen ser rememorados con tanto detalle, ya que sus únicos objetos son de mofa y preocupación infundada; aun apelando tan superficialmente a tales injurias son de sobra conocidas, por lo que omitiré decir tanto el pecado como el pecador (o pecadora).
Como se diría en biología, la lengua castellana con su gramática y vocabulario tradicionales ha alcanzado un estado evolutivamente estable en el que, por razones tecnológicas, sociales o de cambios y progresos de importancia en otros ámbitos, se discrepa por el momento de la necesidad de efectuar algún cambio notable que implique una reordenación parcial de su estructura. A pesar de este principio, se observa en la sociedad una pueril e irrefrenable necesidad de efectuar tales cambios; y tal necesidad está motivada por los contemporáneos ideales de dicha sociedad, ideales que, en efecto, no se ven justificados por una necesidad de carácter verdaderamente intrínseco; y sociedad −o generación, más concretamente− a la cual, tal como pudiere yo haber expresado con anterioridad, a menudo me avergüenza pertenecer y con la que discrepo en sus ideales. Carente de ética y respeto –que ya ni siquiera disciplina− y aduladora de la indiferencia a lo ajeno, vivo en mis carnes el desprecio que propicia a la riqueza cultural de su estirpe, característica visible en su trato al castellano. Se trata del caso de personaje inmaduro de infantil carácter, suspirante y desesperanzado por ignorar el valor del bien que tiene en sus manos y el cual le inspira vaguedad.
Permitir la forja de esta neolengua orwelliana constituida no solo de vagas modificaciones en nuestro inmensamente rico vocabulario sino también de nuevos y absurdos vocablos y reglas, así como la ruptura de las ya establecidas, es el camino hacia la pérdida del interés y el cultivo del desdén y la indiferencia. Y cabe resaltar la sutileza con la que se integran sibilinamente en el habla del populacho, como para que, para más inri, hablen así políticos y demás personalidades de cierta distinción dando ejemplo. He ahí cómo las ratas difunden la peste embaucando a los incautos ignorantes de la lengua castellana para el uso de la neolengua. Por designios –por no decir memeces− de tal calibre, algo tan sagrado como una lengua no debe ser mancillado; por un capricho marginal una tradición semejante no debe ser reformada; no es sino un gesto de mal gusto y falta de consideración. Mas bajo ninguna circunstancia las leyes gramaticales han de ceder ante la burda presión de aquéllos que mal emplean el lenguaje, pues ése sí que se ha de calificar como acto indigno en que las instituciones cultas cedan ante la incompetencia.
Y no deja de ser indecente que los asuntos que atañen a la dignidad del castellano se vean salpicados por los faraónicos, a la par que incompetentes, gobernantes, ministros y políticos, pues con quebrar la nación ya tienen bastante como para ahora perturbar el idioma de dicha nación, algo que ha de estar en manos de verdaderos conocedores del castellano. Me temo que éste no es tema de negocio para ser subastado en ninguna lonja ni para ser tratado con el fin de sacar un beneficio; ni para ser enaltecido por un instante para pintar un cuadro ofreciendo una caricaturesca postura publicitaria y luego liberarse de dicha carga a su despreocupada suerte; ni para transformarlo en herramienta propagandística y dogmática en favor de un partido de egoístas y macabros propósitos contra los hablantes.
Si bien las instituciones políticas ejercen su mandato en base a los poderes ejecutivo, jurídico y legislativo, aquellas instituciones cuyo deber sea la preservación cultural habrán de defender ese patrimonio, en el cual se halla la parte correspondiente a la lengua. Sendos organismos, al igual que los zapateros, han de centrarse en arreglar sus propias botas, de manera que no interfieran en el ámbito del vecino movidos por algún cierto interés sin tener absolutamente ningún conocimiento de cómo llevar a cabo correctamente la labor del otro. De no seguir esta premisa, cada asunto acabará trágicamente en manos no correspondidas. Al igual que en el caso inverso, el castellano no debe ser gestionado por burócratas cuyo cargo no sea velar por uno de los tesoros más preciados del patrimonio hispano, pues como buenos políticos que son, harán del lenguaje un vulgar medio y no un fin a su propio beneficio.
Por esa razón, todo comienza con la educación, que en muchos casos brilla por su ausencia en la, mal que me pese, vigente sociedad, una de las muchas lacras sociales comparable al analfabetismo, en gran medida, causa y consecuencia de los ultrajes hacia el castellano. Sin duda, éste ha sido el ejemplo óptimo que demuestra que asuntos políticos y culturales están metidos en camisa de once varas, ya que, y ésta es una de las verdades más dolorosas y evidentes, quien realmente ejerce un control estricto sobre la educación y formación resulta ser el Estado, el cual, tomando como referencia a quienes lo integran para gobernar, no solo deja mucho que desear, sino que no ha de extrañarnos a posteriori la decadencia generacional que tanto me abruma. Un ejemplo de que los intereses políticos, al igual que el agua de un arroyo, siempre se abren camino.
Simplemente, si pudiera transmitir un consejo recapitulativo de lo mencionado anteriormente en este instante al público, citaría las prudentes palabras de don Pedro Salinas: “Hombre que mal conozca su idioma no sabrá, cuando sea mayor, dónde le duele, ni dónde se alegra. Los supremos conocedores del lenguaje, los que lo recrean, los poetas, pueden definirse como seres que saben decir mejor que nadie dónde les duele.” Si bien “ese lugar donde al hombre le duele” abarca un amplísimo marco de posturas. Y es, por ventura, recurrente que el título de la obra a la que pertenece este pasaje se titule “Aprecio y defensa del lenguaje”. Brindo y dedico estas palabras a aquellos que aún tengan una pizca de afecto por la lengua castellana y que con tesón y pujanza la preserven de forma íntegra y combatan con el mismo júbilo las ofensas que contra ella se puedan cometer.