Los instrumentos musicales regalados al hombre: el interno –las cuerdas vocales– y los externos –la maravillosa vibración de los elementos–. El ingenio y la destreza para acariciarlos hasta la gracia, el gusto, el placer… ¡la alegría!. ¡Cuántas veces he resucitado con las alas de la música!, ¡cuántas veces he volado a lomos de sones que me han llevado hasta la sonrisa!; como hoy, catorce de febrero, cuadragésimo quinto día de los enamorados de 2017.

Estos días últimos, a juego con la grisura de la bóveda terrestre, se ha cernido sobre mí la red de los engendros, amenazando infructuosamente mi ilusión y mi alegría, mi profundo deseo de asperger mi bien, cual espléndido arcoíris, por todo el universo. Digo infructuosamente, porque soy del Amor, soy amado, y esa Fuerza no hay quien la pare, eternamente. Aunque bien es cierto que no soy del todo del Amor: todavía, soberbiamente, no gozo de Él, no le dejo gozar de mí, inundarme de gozo hasta morir de Él. Y, misteriosamente, los engendros obtienen su carroña que no alimenta: los segundos de un tiempo que está contado, que tiene marcado su final. Así, consiguen todavía borrar la sonrisa de los rostros, evanescerla momentáneamente. 

En uno de esos fugaces períodos, padeciendo el agotamiento que va unido al amor, sostenido sobre mis pies, entre mis lágrimas, por las manos del Viento, braceando en la ruda polea para mantener la cabeza al frente, salí a caminar nuevamente los pasos de otro día que se me regaló, a continuar avanzando hacia adelante. Y, precisa y preciosamente, dispuse para ello de un móvil con las canciones que me gustan y de unos cascos para poder escucharlas. Y a través del reproductor de música, que mantengo siempre en modo aleatorio…, comenzó el baile del mágico abanico, echó a volar la pequeña y risueña bandada que vino a posarse en mi nido, para desempolvar con sus picos mi propia alegría, tomarla en fascinante viaje hasta mis ojos y, desde ellos, rociarla en toboganes sobre mis labios, prendiéndolos milagrosamente con su tacto de la radiante luz de la sonrisa…: Un pueblo es, de María Ostiz; Domingos en el cielo, de Rosana; En el cielo no hay hospital, de Juanlu Guerra; Nuestra canción, de Monsieur Periné; Where could I go but to the Lord, de Big Elvis; y Milonga sentimental, de María Dolores Verde Pradera.

Y, por fin, rompiendo mi demora, puedo rendir justo homenaje a la buena pasión y al arte de estos magos, que abriendo el baúl de su don, dejan volar sus maravillas en legado eterno, pues a través del gozo que producen: sanan corazones, espolean alegrías, alimentan amores. 

María Ostiz es un cisne: blanco, limpio, suave, elegante; es una niña: cantarina, entusiasmada, esperanzadora; es divina: fuente inagotable de ilusión. María… un pueblo es, un pueblo es, un pueblo es. María es abrir una ventana en la mañana y respirar, la sonrisa del aire en cada esquina, y trabajar y trabajar, uniendo, vida a vida, un ladrillo en la esperanza, mirando al frente y sin volver la espalda.

Rosana, como ella dice en la tranquilidad del cara a cara, es repartidora de dosis de esperanza: ¡y de magia, de sueños, de besos!. ¡E ilusiona y reenamora una y otra vez!. Rosana, al son de los cascabeles, los domingos en el cielo, donde se confunden las canciones, los milagros y las flores, al compás de los gorriones…, nos canta lo que nos quiere.

Juanlu se ha vuelto loco, ha perdido la noción del tiempo, se ha colado en el cielo, donde no hay hospital: ¡y hace enloquecer y emocionar y bailar y vestirse de fiesta!. Juanlu canta agradecimientos al Dios bendito, a Jesucristo, el Gran Doctor, para Él que no hay nada imposible y todo lo puede, por sanarle de un gran dolor; ¡y le baila en un pie!.

A Monsieur Periné le corre música por las venas, y te contagia y te coge de la mano, reduciendo tu peso al de un colibrí, para llevarte por el aire en swingtenso, jazztástico vuelo. Tiene una solución para el dolor: ¡hacer canciones!; y también para la tristeza: ¡flores y colores!.  

Elvis…: Elvis, en su Ultimate Gospel, sencilla y majestuosamente, te abraza, te ama, te vuelve alado. The voice cantaba Where could I go but to the Lord?. Where could I go, oh where could I go?. Seeking the refuge for my soul, needing a friend to save me in the end, won’t you tell me: where could I go but to the Lord?.

Y, para el final, la hermosa princesa, la Gran Dama de la canción, corazón de poetisa, mujer entera: los labios de María Dolores… todo, todo lo embellecen y lo hacen brotar, espléndido inagotable río…; y sus manos y su cuerpo… son aves de la canción. María, cuando otros se quejan llorando, canta pa no llorar.

Caminen, tomen carrerilla, álcense y vuelen, vuelen los pájaros de la Música despertando todos los rincones del mundo entero; cuélense en todos los nidos y paran, paran sin cesar polluelos de alegría que se bañen en el Azul de edad en edad, por los siglos de los siglos.

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