
Like Fito, cuando te cansas de sufrir siempre me dejas. El problema es que también me dejas cuando te cansas de quererme.
En esta vida, el dolor y el amor están tan entremezclados que si quitas uno eliminas el otro, porque la única forma de borrar todo rastro de dolor es destruyendo al hombre: sólo los muertos no sufren o no aman. La muerte deshace el lío, el nudo, la mezcla. La muerte lo rompe todo, aunque no consiga eliminar nada.
Los seres humanos somos seres extraños: solemos perdernos en nuestra casa y ahogarnos en nuestro lavabo, y si por casualidad miramos por la ventana o abrimos la puerta de la casa siempre consideramos lo de fuera más grande que lo de dentro, más bonito y más libre. Los seres humanos somos seres extraños: nos pasamos toda una vida buscando la felicidad y el amor, y jamás miramos dentro: allí donde esas dos realidades siempre han estado esperándonos.
Es difícil abrir un periódico en los días que corren y no pensar que nos hemos vuelto locos, extraños a nosotros mismos. El rencor vive a flor de piel y vivir parece más una desgracia que un regalo. Quizá deberíamos buscar más el encuentro y menos la solución. Las soluciones ya no le interesan a nadie, sólo los encuentros son creíbles.
Sin embargo, este Mundo intenta alienarnos, separarnos de lo que somos y vivimos. La sociedad se ha empeñado en arrebatarnos nuestra cordura e institucionalizarnos –como masculla M. Freeman en Cadena Perpetua–, es decir, eliminar todo rastro de rebeldía y fortaleza en nosotros. Por eso, desde estos ritmos queremos dejar en las mentes otros ritmos más antiguos, en donde los rincones susurraban revolución: ¡A las trincheras!
Recuerdos de aquella sala grande y limpia de una casa situada lejos del centro del pueblo, y de la ventana por la que veíamos, siempre a las seis de la tarde, la retirada del astro entre malvas inquietantes, mientras, en el interior y entre humos, hervía el agua empapándose de café molido. Recuerdos de tantas parejas escapándose lentamente entre las hojas que iban cayendo –al ritmo de las horas– de los árboles y que, poco a poco, doraban estepas. Parejas…, y la cabeza de ella descansaba sobre el hombro de él mientras susurraba el viento secretos entre sus cabellos. Recuerdos de risas y gritos –de niños– que traían vida a las casas al recorrer las callejas. Recuerdos de azules rosados, de canciones en la fuente alta, de silenciosas miradas que acariciaban los labios en un remontar el vuelo los gorriones. Recuerdos de las largas búsquedas de piñas y de leña –hacha al hombro–, del intenso olor del tomillo, de las pegajosas jaras, de los cálidos pinos, de las conversaciones y los ratos de lectura en el cobijo de la chimenea.
Recuerdos de la llama del tiempo quemando recuerdos…, dibujando silencios y una lejana… nostalgia.
Hemos de pedir paciencia: paciencia para aceptar nuestros ritmos, paciencia para saber caminar, día a día, unos al lado de los otros, sin hacer de nuestro caminar angustia, sino veredas de vida y silencios de eternidad.