
El dedo acusador
Cuando estábamos preparando una exposición sobre el Siglo de San Luis en los Archivos Nacionales de París, enseñé a una profesora ayudante, bastante culta, el conocido pasaje del Tesoro, de Brunetto Latini, en el que explica a sus lectores, en pleno siglo XIII, la redondez de la Tierra.
“¡Ahí va!”, me dijo asombrada. “Yo creía que a Galileo le habían quemado vivo en la Edad Media por decir que la Tierra era redonda…”
La tuve que explicar que había al menos tres errores históricos en lo que acababa de decir. En primer lugar, Galileo no había descubierto que la Tierra era redonda; se sabía desde hacía, por lo menos, mil años (“ya en el siglo III a.D., Eratostenes de Cirene había medido el diámetro terrestre con un error de muy pocos kms.”). Y desde hacía cuatro siglos antes al siglo XIII se estudiaba en las escuelas a través del libro de Ptolomeo, entre otros.
En segundo lugar, no le habían quemado vivo; le habían encarcelado, simplemente, lo que no dejaba de ser, por otra parte, una manera poco cortés de tratar a quien acababa de demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol.
Finalmente, eso no había pasado en la Edad Media, sino mucho más tarde (para convencerla tuve que recurrir la Larousse en veinte volúmenes).
Con enorme asombro, y a regañadientes, admitió por fin que el affaire Galileo, atribuido por ella a los siglos oscuros del medievo, había tenido lugar en la Edad Moderna, en 1633 exactamente. Galileo, nacido en 1564 y muerto en 1642, fue contemporáneo de Descartes. Le llevaba treinta y dos años, pero murió sólo dieciocho años antes que el pensador francés. El affaire Galileo había tenido lugar cien años después del nacimiento de Montaigne (1533), casi doscientos años después de la invención de la imprenta, más de un siglo después de la Reforma (1520) y siglo y medio más tarde que el Concilio de Trento (1547-1563) el cual marca un corte claro entre la Iglesia Medieval y la Moderna.
Añadamos, por lo demás, que el affaire Galileo es un caso típico de la mentalidad renacentista desde el punto de vista de la exégesis bíblica. En el siglo XVII, los comentaristas tendían a atenerse exclusivamente al sentido literal de los textos, así como en nuestros días sólo se preocupan del sentido histórico y llevan la Sagrada Escritura al terreno de lo contingente, sin admitir, como se hacía en tiempos de Bernardo de Claraval, que un mismo texto pueda tener distintos significados, todos igualmente importantes para el creyente.
El affaire Galileo es un insulto tanto al sentido común como al espíritu científico. Pero a menudo se ha hecho también de él un insulto a la Historia al no atribuirlo al espíritu de la época en que efectivamente se desarrolló, es decir, a la primera mitad del siglo XVII.
Una de las ventajas de la Historia consiste en poder oponerse, con la fuerza de los datos, a las generalizaciones, a las teorías, y a las leyes. Los datos son como cifras, es decir, el único lenguaje que, en esta época nuestra de confusión de lenguas, sigue siendo accesible a todos, a las gentes más sencillas como a las mentes más marcadas por las diversas deformaciones ideológicas, políticas, filosóficas o socioculturales. Por eso se puede decir que la fecha de la condena de Galileo es tan irrefutable como la de la llegada del primer hombre a la luna, tan exacta como una ley matemática, tan segura como las evoluciones de los planetas descubiertos precisamente por Galileo.
Pues bien, esa fecha coincide con la época de los grandes procesos de brujería. Se sabe –aunque muchos lo ignoran– que, aunque siempre hubo brujos y brujas (o, al menos, leyendas sobre ellos), los primeros procesos mencionados expresamente en los textos datan del siglo XIV, en la región de Toulouse. Viene luego, en 1440, el célebre proceso de Gilles de Rais, acusado de magia más que de brujería propiamente dicha. A mediados del siglo XV tales procesos se hacen cada vez más habituales, comenzando por el que, en 1456, causó ocho víctimas en la región de Lorena. El interés por la brujería aumenta de manera considerable en el siglo XVI, y graves personajes como Jean Bodin, abogado y procurador del rey, o Nicolás Remy, juez y procurador general de Lorena, escriben: uno una Demonología; y el otro, una Demonolatría (éste último unió la práctica a la teoría, pues se calcula que envió a la hoguera a unos tres mil brujos y brujas). En el siglo XVII, finalmente –el Siglo de la Razón–, el número de juicios pro brujería aumenta de forma alarmante; apenas hay región en la que no se celebren procesos célebres, sea en Loudon, en Louviers, en Nancy o en Normandía. Con todo, los casos más célebres de brujería se dan en la misma Corte del Rey, la de Luis XIV.
Pero ninguna región o nación europea queda libre de esta caza de brujas, sean católicas o protestantes (Alemania, Suecia, América del Norte o Inglaterra, donde las ejecuciones se inician durante el reinado de Isabel I). Sólo queda libre de estos avatares tanto España como sus provincias de ultramar.
La reacción no se insinúa hasta mediados del siglo XVII con la aparición de las obras de algunos jesuitas, en especial la Cautio Criminalis, del P. Freidrich Spee (publicada en 1633, el mismo año del proceso de Galileo), que influyó positivamente en los jueces de la región (Magunzia y Wurzburgo especialmente). Por su parte, el papa Urbano VIII, en 1637, recomendó prudencia en la persecución de supuestos brujos y brujas, lo que no impidió que todavía en 1718, en Burdeos, se celebrara el último proceso por brujería, que terminó, como tantos, en la hoguera… Conjunto de datos que deberían hacer reflexionar a los que unen indiscriminadamente el sustantivo oscurantismo al adjetivo medieval.
A estos modernos desbordamientos de la superstición, basta con oponer la auténtica mentalidad de la época feudal tal como la exponía Juan de Salisbury, obispo de Chartres, en pleno siglo XII: “El mejor remedio contra esta enfermedad (se refiere, por supuesto, a la brujería, y el empleo de esta palabra aproxima a ese gran pensador a los psiquiatras de hoy) está en mantenerse firmemente en la fe, en no dar oídos a esas necedades y en no prestar atención a tan lamentables locuras”.
El respeto a las convicciones religiosas forma parte actualmente de los derechos de la persona humana, al menos en los países occidentales –aunque no se respete ni por asomo a la hora de la verdad–. Se haya reconocido en las diversas declaraciones de los derechos del hombre y se trata, sin duda, de uno de los puntos en los que el progreso es evidente respecto a un pasado relativamente reciente; pensemos, por ejemplo, en las persecuciones ordenadas contra los protestantes por Luis XIV o en las diversas formas de opresión ejercidas en Irlanda por los colonos ingleses contra los irlandeses católicos, e incluso en Inglaterra contra los ingleses “papistas” sometidos a toda clase de humillaciones como la prohibición de entrar en las universidades, mantenida hasta 1850.
Si adoptamos la mentalidad de los tiempos feudales, constatamos que la unión entre lo profano y lo sagrado era tan íntima que las desviaciones doctrinales adquirían una gran importancia incluso en la vida diaria. Por tomar un ejemplo citado a menudo, el hecho de que los cátaros negasen la validez del juramento prestado atacaba la esencia misma de la vida feudal, hecha de contratos y relaciones personales, de hombre a hombre, basadas precisamente en el valor de la palabra dada. De ahí, la reprobación general que llevaba consigo la herejía, ya que quebrantaba un acuerdo profundo al que, además, se adhería toda la sociedad, lo cual parecía de extremada gravedad. Cualquier incidente de orden espiritual resultaba, en este contexto, más importante que un accidente físico.
Continuará… (R. Pernoud)