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El Cristianismo vino al mundo, ante todo, para afirmar con energía que el hombre no ha de contemplar sólo su yo íntimo, sino que ha de ver hacia afuera, buscando anhelosamente a su alrededor una compañía divina y una divina autoridad. De suerte que ser cristiano quiere decir no contentarse con la dichosa Luz Interior, sino reconocer claramente una luz externa, radiante como el sol, bella como la luna, terrible como un ejército con banderas desplegadas.

G.K.Chesterton.

Yo me eduqué en el liberalismo, y siempre creí en la democracia, en el paradigma elemental de una especie humana que se gobernase a sí misma. Y por si a alguien esto le suena a palabrería hueca o a tonterías gastadas, quisiera detenerme un instante a explicar cómo entiendo yo los principios de la democracia. Según mi sentir dichos principios se encierran en dos proposiciones: la primera dice que las cosas comunes a todos los hombres son más importantes que las privativas de cualquier hombre en particular; que lo ordinario vale más que lo extraordinario y, si cabe, hasta es más extraordinario. El hombre es cosa más terrible que los hombres, más extraña. Y el milagro mismo que es la Humanidad, siempre nos parecerá más estupendo que todas las maravillas del poder, la inteligencia, las artes, la civilización. El hombre, tal como es y puesto en dos piernas, es siempre un fenómeno mucho más conmovedor e incisivo que cualquier trozo musical o que cualquiera caricatura. La muerte es de suyo más trágica que el morirse de hambre, por ejemplo. El hecho sólo de tener narices ya es de por sí más cómico que el de tener nariz de caballete.

Este es, pues, el primer postulado de la democracia: que lo esencial para los hombres es lo que poseen en común y no lo que cada uno separadamente posee. Y el segundo postulado dice, simplemente, que el anhelo político es una de esas cosas que pertenecen al patrimonio común. Enamorarse es mucho más poético que ponerse poético. ¿No es así? Pues bien, toda la pretensión democrática pudiera resumirse diciendo que el gobierno, merced al cual se rigen las tribus, se parece más al fenómeno general de enamorarse que no al privativo de poetizar. Es decir, que el gobierno no se parece en nada a tocar el órgano en las iglesias, pintar en vitela, descubrir el Polo Norte (costumbre verdaderamente insidiosa), rizar el rizo o ser astrónomo de casa real, cosas todas para las que exigimos una ejecución perfecta, no. Sino que, por el contrario, el gobierno es como escribir las propias cartas de amor o como sonarse uno sus propias narices; cosas todas que convienen que cada cual haga por sí mismo, aunque le salgan un poco mal. Y por ahora no discuto la verdad de ninguna de estas concepciones. Ya sé que muchos de mis contemporáneos están deseando que los sabios les escojan mujer; ya sé que al paso que van pronto necesitarán niñeras especiales que vengan a sonarlos. Yo sólo digo que conviene a la especie humana el que los hombres sepan desempeñar estas funciones universales, y que una de ellas es la función de gobernar. En suma, he aquí la cifra del credo democrático: hay que dejar que los hombres ordinarios y comunes desempeñen por sí mismos las funciones de mayor trascendencia, el ayuntamiento de los sexos, la formación de los jóvenes, las leyes del estado. En esto consiste la democracia, y en esto yo he creído siempre.

G.K.Chesterton

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