
Dentrometido
No me gustan los que hablan de Dios como de un valor seguro. Tampoco me gustan los que hablan de Él como un valor de la inteligencia. No me gustan los que saben, me gustan los que aman. Se puede muy bien, en tiempo despejado, entrever a Dios en el rostro del primero que llega. Así es. Tan sencillo como eso. Y nadie nos dijo nunca que lo que era sencillo no fuera desgarrador. Christian Bobin
En esta vida, lo claro ha de eliminar lo oscuro y lo sencillo –esa mirada limpia y agradecida– ha de transformar lo complejo. Muchas de las peores maldades que pueden llegarse a cometer las realizan los necios, que no son aquellos que envían al exterminio a cientos de personas –esos son más bien satánicos–, sino, por ejemplo, aquellos profesores que truncan la buena formación de sus alumnos, o aquellos orientadores que, creyéndose más papistas que el Papa, destrozan las infancias de muchos críos introduciendo su ponzoña en la mente de las familias. Hay muchos necios en el mundo, deberíamos esforzarnos en denunciarles y no quedarnos tranquilos hasta ver que ya no tienen ningún poder sobre los inocentes.
Como dice C. Bobin, lo contrario absoluto del amor es la necedad. La necedad y su hocico impávido, su falta total de conciencia propia. El que se aloja en el árbol hueco de la necedad ni tan siquiera sabe que es necio –al contrario de la locura: siempre hay un instante, donde el loco se reconoce como loco–. Por lo demás, no necesita de ese saber porque triunfa, ya que a cada paso que da, a cada palabra que pronuncia, el hombre necio triunfa, triunfa avanzando. Se puede muy bien ser necio e instruido. Se puede también, se ve con frecuencia, ser necio y listo. Y casi siempre, cuando se es necio, se es sentimental: un vacío llama al otro. Pero hay una cosa que es imposible: ser necio y dotado de amor. Son dos absolutos incompatibles, alérgicos el uno al otro. Entre ellos, ninguna mezcolanza, ni un solo vínculo de ningún tipo. La guerra, eso es todo. Tiene que existir desde el principio del mundo. Su solución está lejana, tan lejana que puede hacernos desesperar: la necedad se encuentra en el mundo como en su propia casa. Hoy en día, entre otros quehaceres, hace televisión. La necedad siempre ha sabido olfatear los buenos negocios. La necedad está muy ocupada, nunca para, es en el fondo –suponiendo que tenga un fondo– industriosa, militante. No decir nada más ni espantarse. La necedad es como una roca contra la cual las aguas de Dios vienen a batir en vano.
Es curioso cómo la necedad se instala en algunas profesiones, y en demasiados hombres que las profesan –por eso, lo hacen–, como la política, la docencia, el periodismo, la música, las Bellas Artes, los cuerpos de seguridad, los altos empresarios, la medicina, la banca… Sin embargo, qué poca necedad existe en la familia, de hecho, cuando se cuela en ella, ésta se rompe. Qué poca necedad hay en la amistad, desde luego en la verdadera. Qué ausencia de necedad se encuentra en la mirada ilusionada de un niño. Y, sobre todo, qué total ausencia de necedad se da en la vida de un discapacitado –quizá por ello los necios siempre quieren eliminarlos de la ecuación: con ellos no les salen las cuentas.
Huir de la necedad es fácil, sólo hay que ser dentrometido: salir de uno mismo para vivir en los demás, dentro de ellos. Descubrir a Dios en el rostro del primero que llega no es del todo difícil, si uno anda enamorado. Lo raro es querer quedarse. Sorprenderse, admirarse, es incluso para muchos una necesidad; pero vivir en el amado, conservar las alas que nos hacen sostenerle –cuando a ratos pesan tanto– no es algo que se vea todos los días. Sin embargo, eso es lo que hace una persona con discapacidad, aunque algunos sean unos necios y jamás lo entiendan. Quizá por eso les limitan, les ponen barreras, huyen de ellos, les encierran y, cuando nadie se da cuenta o cuando lo tienen bien justificado, les asesinan.
Deberíamos vivir como canta Christian: toda esa gente que veo atravesando ciudades desconocidas, todos esos rostros, esas manos, esas espaldas, esos cuerpos que morirán antes o después que yo, todas esas vidas extrañas las aprieto contra mí un segundo y todos, sí todos, hombres, mujeres, niños, me impresionan por su valor de vivir, simplemente por vivir, todos parecen mejores que yo, y ese pensamiento quizá sea extraño, quizás enfermo –en tal caso espero que esa enfermedad sea incurable, por tanta dicha como me proporciona.