grey skulls piled on ground

–Desde Chesterton–

Amar significa amar al ser amado. Perdonar significa perdonar lo imperdonable. La fe es creer lo increíble. La esperanza es tener esperanza cuando todo parece perdido. Chesterton.

El hombre que hace una promesa se cita consigo mismo en algún lugar y tiempo distante. El peligro que esto conlleva es que no acuda a la cita. Y en tiempos modernos, este terror de uno mismo, de la debilidad y mutabilidad de uno mismo, ha aumentado peligrosamente y se ha convertido en la base real de la objeción a los votos o promesas de cualquier tipo… Es precisamente este cuento horrible de un hombre constantemente cambiando en otros hombres en lo que consiste el alma misma de la decadencia… Y el final de todo esto es ese horror exasperante de irrealidad que desciende sobre los decadentes, comparado con el cual el mismo dolor físico tendría la lozanía de algo en plena juventud. El infierno que la imaginación debe concebir como el más infernal de todos es estar eternamente actuando en un drama sin ni siquiera la más angosta y sucia habitación en la que poder ser humano. Ésta es la condición del decadente, del esteta, del “amor libre”: estar perpetuamente atravesando peligros que sabemos que no pueden ligarnos, desafiar a enemigos que sabemos que no pueden conquistarnos –ésta es la tiranía burlona de la decadencia que llaman “liberación”.

No obstante, aún viven en esta herida Tierra algunas personas que viven de hecho lo que llamamos libertad, son aquellas que aún mantienen el mundo a flote.

El ser humano lleva sobre la tierra, aproximadamente, cincuenta mil años. Sustancialmente no ha evolucionado en dada, salvo en temas accidentales que poco importan, y que únicamente nos hablan de lo apegados que podemos llegar a estar al clima, a los placeres o las riquezas. Sin embargo, personalmente, siempre hemos ido a peor. De una forma genérica, claro.

Como dice mi gran mentor, Gilbert K., uno de los rasgos que mejor caracteriza el estado de paz que ahora disfrutamos es la matanza de un enorme número de seres humanos inocentes. Y siempre ha sido así: unos pocos, llenos de un odio visceral, profundo y tremendamente alocado e histérico, han decidido, durante todas las edades que el hombre ha vivido en la Tierra, que debían subyugar, abducir, poseer, manipular y destrozar al ser humano. Les gusta, les pone, les motiva. Les encanta causar dolor. Llenos de una ira ciega hacia todo lo que signifique vida, inocencia y sencillez…, todo lo cubren de tinieblas.

Con un giro de tuerca más, y para que no decaiga la noche, desde 1789 el Mundo se ha llenado de oscuridad, más aún si cabe, y la cosa va in crescendo. Quizá sea cierto que el fin de todo esto está cada vez más cerca, quizá la sangre de tantos inocentes –paladines de la vida, de la fe y del amor– esté consiguiendo que a Dios se le agarroten las entrañas y diga basta.

Y si nos centramos en el Mundo desde 1900, la locura ha tomado un rumbo tan satánico, que parece como si el mal se estuviera revolviendo como gato panza arriba, como si supiera que su final anda cerca. Pero el dolor es increíble, o más bien es increíble que podamos seguir aguantándolo –he ahí la fe y la esperanza–: tantos inocentes muertos, destrozados, aniquilados, violados, abortados, quemados… Tantas vidas arrancadas de raíz sólo porque somos distintos, y jamás renunciaremos a nuestra herencia divina: nunca seremos ni clones ni esclavos, somos amantes.

El sufrimiento es enorme, y nos deja muchos días anegados en lágrimas…, y aún así parece increíble la fuerza que nos hace resucitar de nuestras cenizas –he ahí el amor– con una divinidad tan asombrosa que sabemos perdonar hasta lo imperdonable, incluso hemos aprendido a perdonarnos a nosotros mismos, para poder entender y aceptar que ya hemos sido salvados.

Durante todos los días que los hombres han peregrinado por este universo, unos pocos de ellos siempre han querido aniquilar al resto; a ratos parecía que eran muchos, que el mal iba a triunfar…: pero los ojos de cada inocente nos recordó que siempre fuimos Dios y que nadie conseguirá que dejemos de amar y ser amados. Ese ha sido y siempre será su talón de Aquiles.

No existen palabras en lengua mortal que puedan expresar la ilógica incongruencia, la tremenda y antinatural perversión de vida, pensamiento y raíz que implica el que un hombre quiera destrozar a otro, de la manera que sea. Sobre todo, desde que un grupo de personas con una idea concreta apareció en esta Tierra, siempre han intentado destruirles de mil maneras distintas.

Desde que aparecieron, y con extraordinaria rapidez, como ocurre en los sueños, las proporciones de las cosas parecen cambiar en su presencia. Antes de que la mayoría de los hombres supieran qué había sucedido, aquel reducido grupo de hombres se hallaba visiblemente presente. Eran lo suficientemente importantes como para empezar a ignorarlos. La gente, de repente, dejó de hablar de ellos y comenzó a sentirse incómoda al caminar a su lado. Al descorrer las cortinas del escenario del mundo, podemos contemplar una nueva escena, en la que estos hombres y mujeres aparecen en el centro de un gran espacio como leprosos. Pero la escena cambia de nuevo y el gran espacio donde se encuentran muestra a cada lado una nube de testigos, una interminable serie de terrazas cubiertas de rostros y la mirada fija en sus personas, pues cosas extrañas les están sucediendo: se han inventado nuevas torturas para aquellos chiflados portadores de buenas noticias.

Aquella triste y cansada sociedad parece encontrar una nueva energía al poner en marcha su primera persecución religiosa. Nadie tiene claro porqué aquel mundo equilibrado se lanza de ese modo a perder su equilibrio sobre una gente que vive entre ellos, mientras que estos permanecen en una actitud increíblemente serena ante la arena y el fuego, y todo ese mundo que gira a su alrededor.

Y, en aquella oscura ora, brilló sobre ellos una luz que nunca se ha oscurecido, un fuego blanco que se aferra a ese grupo como una fosforescencia extraterrenas, haciendo brillar su rastro por los distintos crepúsculos de la historia y confundiendo todo esfuerzo por confundirlo con las tinieblas de la mitología y de la teoría; ese rayo de luz y ese relámpago por el que el mundo mismo le ha golpeado, aislado y coronado; por el que sus propios enemigos le han hecho más ilustre y sus propios críticos le ha hecho más inexplicable: el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios.

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