
«No, no hay salida. No hay cielo que contenga un poco de infierno. No hay plan que mantenga esto o aquello del demonio en nuestros corazones o en nuestros bolsillos. Nuestro Satán debe marcharse, completamente.»
GEORGE MACDONALD
En el intenso devenir que caracteriza la historia de cada hombre habita, como si de una lágrima de la eternidad se tratara, una única oportunidad para ser libre, para vivir en plenitud, para conquistar la armonía y, con ella, nuestra grandeza. No es una oportunidad momentánea, por que el ser humano no es un ser momentáneo, sino histórico; por eso, esa oportunidad viaja con nosotros, en nuestro interior, durante toda nuestra historia. Alguno hay que la acogen al principio, quedan deslumbrados por ella y luchan el resto de su vida para conquistarla y no perderla. Otros, sin embargo, tardan años y años en aceptarla, o en verla, viviendo auténticos infiernos durante el trayecto. Y, por último, existen aquellos que jamás la aceptan, que la dejan pasar, y se llenan de un vacío tan enorme, de un error tan grande y de un odio tan voraz que, por ejemplo, llevan dedicándose –desde hace más de un siglo– a instaurar en la Tierra la Edad de las Tinieblas.
Entre los primeros y los últimos –los que son libres y los sodomitas– habita la gran cantidad de hombres que pueblan eso que Lewis denominó, muy acertadamente, el pueblo gris: subyugados por los poderosos de la Tierra y cuidados por aquellos que decidieron hacer de su vida abrazo. El problema de todos esos maravillosos seres que andan en tinieblas es la confusión.
¿Y qué es la confusión? Es la falta de claridad. Es una equivocación que emborrona los perfiles. Fina niebla intelectual que difumina los límites. Uno se halla confundido cuando lo trastoca todo. El confuso –incierto, indeciso, ofuscado– se halla perdido entre embrollos. Mezcla unas cosas con otras sin atinar a poner a cada una en su sitio. Turbado, sin claridad y en un mar de dudas, el confuso está perplejo. Desorientado y dudoso, y sin saber qué decir.
No todas las confusiones desorientan por igual, la peor, la más alarmante –dañina como raposa, fiera astuta y carnicera que nunca ataca de frente–, es la mezcla embarullada de lo malo y de lo bueno. Complicar el bien y el mal, diluirlos entre sí hasta que no se distingan: he ahí la gran confusión. J.L. del Barco.
Los mayores expertos en ésto –por ejemplo, Goebles– son los que hoy en día se dedican al oscuro arte del maltrato psicológico, principalmente el llamado gaslight, junto al maltrato moral y al afectivo.
La modernidad postula la autosuficiencia fatua y el regodeo narcisista. ¡Ya está bien de que los humanos miren más allá de sí! Es momento de apreciar, como Narciso embobado contemplando su figura en las aguas de una fuente, nuestras propias cualidades y nuestras dotes soberbias. Se acabó el revolotear alrededor de las cosas para conocer a fondo su realidad insondable. ¡Que giren y rueden ellas entorno a mi cabeza! El yo pone condiciones para conocer el mundo. Impone sus estructuras a la experiencia posible. Consigue darse a sí mismo, sin pedir ayuda a nadie, la increíble ley moral. Domina la realidad y hace negocio con ella. Crea pseudopolis inmensas con ayudas de incentivos y protección policial. Tan sólo cree en el progreso. Combate con ardor tenaces supercherías populares. Sólo él dirige el cotarro. No existe nada más que él. Para él no existe lo otro. Es un gigante insensato (Dante) o un volátil homo-globo (L. Marechal) o un orondo gordo culto (Lewis). Sólo hay un inconveniente: que al final se queda sólo. El yo —dice muy bien Adorno— no encuentra más que el yo.
Huérfano y abandonado, aislado como alma en pena, el yo quiere ser autónomo. La autonomía hace furor; es actual y moderna. El inventor y adalid de esa idea vitoreada es el ponderado Kant. Para Kant la voluntad es una causa espontánea que se pone en marcha sola. Empieza a obrar por sí misma, por su propia voluntad, sin mediar la inteligencia. La voluntad puede obrar por la representación de la ley. Y eso exige la razón. Con lo que la voluntad, si miramos despacio, no es en resumidas cuentas sino la razón práctica. Como coincide con ella y está conforme y de acuerdo —las dos casan y convergen y concuerdan— la voluntad es autosuficiente desde el punto de vista normativo. A una idoneidad así para crear los preceptos y las reglas y las normas se le llama autonomía. La voluntad soberana pone su propio deber —el imperativo categórico— y lo secunda impasible a costa de lo que sea. Eso es lo único que es bueno.
Pero Lewis nos advierte que esa autonomía arrogante es vanidad presumida. Son humos y altanería de estirados e indolentes. Un espejismo farsante que desorienta y confunde dándonos gato por liebre. Un modo muy lisonjero de encubrir el egoísmo. Una forma socorrida —recibida en sociedad con una salva de aplausos— de disfrazar el capricho. ¿Cómo dar rienda suelta a mis gustos, imponer sin miramientos lo que a alguien se le mete entre ceja y ceja? Declarándolo un mandato de la voluntad autónoma. Aparte de ser muy viejo, anciano y entrado en años, el tieso ideal autónomo —liberación, progreso, emancipación son términos agasajados tratados con miramiento— no cumple lo que promete. Ese ideal autónomo esclaviza, que es celado emperramiento, que mengua la inteligencia y merma la voluntad. Termina, si a mano viene, confundiendo el bien y el mal. ¡Emborronar con tachones de la voluntad autónoma la clara regla moral! ¡Difuminar la frontera que separa el bien del mal! ¡Alardear de mayor de edad, de encontrar en uno mismo, solito y sin ningún apoyo, el patrón de la conducta! Todo eso son desatinos y desvaríos modernos que ensombrecen la razón y le ponen telarañas. La imprecisión de la mente deja a la voluntad incierta. ¿Por donde abrirse camino? ¿Por qué sendero tirar? ¿Cuál es la ruta acertada? Para encontrar la respuesta es preciso distinguir entre la bondad y la maldad.
Pueblo gris. Esa es la bella metáfora de Lewis para lo turbio y confuso. La existencia es cenicienta, la vida viste incolora y el mundo es indiferente cuando la mente confusa pintarrajea las cosas de un tono pardo e incierto que mezcla hasta el bien y el mal. El pueblo gris es un mar empedrado de ceniza. Bajo sus aguas sin luz no bulle la vida. Sólo una extensión opaca, sin azul esplendoroso ni resoles redorados, presume ante el ojo impávido. La vida en el pueblo gris, como navegar a tientas por los mares de calígine, es confusa y es incierta. Y además produce tedio. Por la existencia ignorante, eventual e indecisa, transcurren una tras otra las experiencias vacías y las vivencias monótonas. La vida en pueblo gris es inexistencia vacua; muerte por adelantado. El que habita en lo incoloro vive distante del otro. El pueblo gris es centrífugo. Lo habita la egolatría. Entre las almas hermanas media una larga distancia. Falta amor entre los hombres. Los seres arrinconados que habitan el pueblo gris, después de haber perdido contacto con lo real, se atrincheran en sí mismos. Practican con entusiasmo el egoísmo individualista.
No obstante, al penetrar en las cosas y conocer sus secretos damos a la voluntad la facultad de elegir. Crecemos como personas y nos volvemos capaces de responder con amor. El yo empieza a salir del yo y a encontrarse con los otros. J.L. del Barco.
Sin embargo, esta es la auténtica desgracia: cuando los que gobiernan, cuando los que forman e informan, cuando los que dirigen y los que educan se corrompen, el Mundo se llena de tinieblas. Así andamos hoy día. Por eso, desde los Ritmos de este Siglo proponemos una revolución: reconquistar la imagen grandiosa del hombre: redefinir el amor, reconquistar la vida.