“¡Hola, buenos días: el lorenzo vuelve a brillar!”, seguía sonriendo el Canijo.

¡Un desperezo, una ducha y al Abrazo de las 10:30!. Era domingo y tocaba fiesta de campanillas: la Divina Misericordia. ¡Alegría gigante, contagiosa, universal!. 

En una taberna antigua que subía las persianas en ese momento, nos sentamos para coger bríos con salud mediterránea –jamón recién cortado, incluido.

Para esta última jornada, habíamos dejado la visita a la Macarena y al Gran Poder. Tomamos la avenida de Menéndez Pelayo, surcando una oportuna brisa fresca. Visitamos dos iglesias y hallamos dos tallas preciosas de la Rosa Escogida. Y, al final, apareció la vieja muralla y, a la vuelta de ella, la basílica de la Esperanza Macarena y de Nuestro Señor de la Sentencia. Muy bonito el templo neobarroco. 

De allí, por recomendación de caminantes autóctonos, nos acercamos a la extraordinaria iglesia de San Luis de los Franceses: a pesar de que estaba cerrada, nadie nos quitó la gloria de su fachada, altiva y monumental, a modo de retablo; nos queda pendiente, eso sí, para una de esas cuantas veces que dicen que hay que volver a Sevilla, conocer su interior. 

Tras la apoteósica contemplación, nos dirigimos hacia la casa de donde mana la otra gran devoción sevillana: el Gran Poder. Llegados a la Alameda de Hércules y siendo hora de activar los gaznates, preguntamos, nos recomendaron y escogimos para ello “Casa Paco”. El salmorejo de remolacha, el pez espada en salsa de vino dulce de naranja y la carrillada no defraudaron. 

Nos montamos de nuevo sobre nuestros pies y pronto arribamos a la basílica menor de Jesús del Gran Poder. Todavía estaba cerrada, así que sesteamos un rato en la almohada del sosiego que reinaba en la plaza de San Lorenzo. A la hora anunciada, abrieron las puertas y…: nos acogió el Amor en su sobria casa. Su talla se levanta majestuosa sobre tinajas de claveles escarlatas, enmarcada en un estupendo dorado retablo. A sus pies–eternamente a sus pies–, le acompaña la Hermosa Apuñalada –la Virgen del Mayor Dolor y Traspaso–. En silencio…: ensanchamos el corazón.

Para bailar la última tarde sevillana, paseamos relajadamente por las riberas béticas. A la altura de la Maestranza, nos acercamos para fotografiar el ruedo. Nos encontramos caldeados sus aledaños por un recital de caballos que atisbamos por su puerta principal. Retomada la orilla, anduvimos hasta la Torre del Oro, a cuya sombra reposamos para oler el aire y escuchar la vida… La ilusión de un helado nos levantó y terminamos disfrutando junto a la catedral, en un cómodo sofá de la cadena Amorino, donde cada pieza es una curiosa “rosa”. 

Volvimos a las andadas riberiegas bajo una manta blanquecina que dejaba escapar algunas gotas y continuamos hasta el monumento que buscábamos: el peculiar, acastillado y neomudéjar Costurero de la Reina. Y a tiro de piedra como estábamos de María Luisa, nos alcanzó su guiño y allí volamos. Por una de sus sendas llegamos hasta la gran plaza, que latía encantada: el sol se había marchado y había dejado el cielo, ligeramente nuboso, pintado de azul ilusión, y la luz de las farolas encendía el agua… Después de atrapar con la cámara el duende del lugar, tomamos un asiento sin tiempo… 

Al presente nos devolvió la noche, invitándonos a apurar la aventura, cómo no, con una ronda de tapas aderezada con sangría. Al ritmo sabio del caminador, nos dejamos acariciar la piel con las últimas pinceladas: el fuego de la suprema Giralda, antorcha en la noche; la quietud de la plaza Virgen de los Reyes y el rumor de su fuente de la Farola; el agudo azahar de Doña Elvira y Santa Cruz; un balcón y otro balcón florecidos; un farol y otro farol embelleciendo escenarios…

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